La prensa alemana lleva semanas planeando la crónica de una dimisión anunciada, la del presidente, a la que se resiste el titular del cargo, Christian Wulff. La canciller, Angela Merkel, acordó ayer con sus aliados retirarle el apoyo si no ha dicho toda la verdad sobre el escándalo que está protagonizando y los ciudadanos incluso se preguntan si es necesaria la figura del jefe de Estado.
Wulff se ha disculpado por haber presionado a los diarios Bild Zeitung y DieWelt para que retrasasen la publicación de informaciones referentes al crédito de 500.000 euros que obtuvo en 2008 de su amigo empresario Egon Geerkens y que ocultó en sede parlamentaria. Él y su segunda mujer, Bettina Körner, se compraron una casa en Hannover con ese dinero cuando el cristianodemócrata era todavía presidente de Baja Sajonia.
El matrimonio pasó varias vacaciones en las casas que este adinerado constructor tiene en Miami, en los Alpes austriacos y en Mallorca, de modo que la oposición verde le preguntó sobre las relaciones de negocios que mantenía con Geerkens y la respuesta fue que ninguna.
En junio de 2010, y con aquel lejano asunto totalmente olvidado, la dimisión por sorpresa del entonces presidente Horst Köhler precipitó a Wulff al impecable Palacio de Bellevue. El desembarco de la pareja y de su preciosa pequeña, Annalena, adquirió el tono pastel de los finales de cuento y Alemania disfrutó jugando aquella primavera a «Barbie y Kent son jefes de Estado».
Pero si por algo se caracterizan los sabuesos de Bild Zeitung es por no soltar jamás una presa. El 12 de diciembre, el diario publicó un documento del préstamo personal, que, para mayor desgracia de la pareja, Wulff había cancelado después gracias a un crédito en condiciones ventajosas, perfectamente legal, pero otorgado por un banco público.
Judicialmente no hay caso. Su abogado ha esgrimido que fue la mujer del empresario, Edith Geerkens, la que concedió el préstamo, de modo que no hay tal ocultación parlamentaria porque la pregunta versaba sobre sus relaciones con Egon y no con la esposa de éste. Pero a nadie escapa la jugarreta legal y, aunque no hubiese violado ley alguna, Wulff sí ignoró la ley no escrita que dice que el presidente no tiene amigos ni se deja agasajar por nadie si no es en representación del país.
El asunto podría haber vuelto al baúl de los peligros latentes si él no se hubiese encargado personalmente de meter la pata de forma mucho más estrepitosa. La tarde antes de publicar el documento, el redactor jefe de Bild, Kai Diekmann, avisó a la oficina del presidente y el propio Wulff quiso poner freno a la historia, algo que después ha lamentado «profundamente». En su defensa ha alegado que iba a emprender un viaje al Golfo que podía verse perjudicado por el caso, y además ha pedido «comprensión» a los ciudadanos porque sólo «protegía» a su familia.
Parafraseando al presidente, Bild pidió al día siguiente «comprensión» a Wulff, al que solicitaba permiso –después denegado– para publicar el mensaje que el propio jefe de Estado dejó en el teléfono de Diekmann para convencerle de que no publicara el artículo. Según adelantó ayer Der Spiegel, fue una amenaza en toda regla que incluía una lluvia de querellas y «la ruptura definitiva con el grupo editorial Axel Springer».
A todo esto, Merkel, sentada esperando ver pasar el cadáver de su otrora competidor en la CDU, apenas expresa un apoyo protocolario. Primero declaró su «respaldo y aprecio personal al presidente», pero después le conminó a presentar toda la información necesaria para aclarar y zanjar el asunto, una forma de ponerlo a los pies de los caballos.
«Pedir disculpas no es suficiente», le reprocha a Wulff el jefe del grupo socialdemócrata, Siegmar Gabriel. «La institución de la jefatura de Estado ha resultado dañada», dice la Biblia conservadora, Frankfurter Allgemeine. La mitad de los alemanes parece dispuesta a darle otra oportunidad al presidente, pero las encuestas se hicieron en fechas navideñas y no es fácil que ese porcentaje soporte la cuesta de enero.
El único que no parece saber que va a dimitir es el propio presidente, que ha ignorado, además, otra ley no escrita y proclamada por el ex canciller Gerhard Schröder: «Se puede gobernar Alemania sin Bild Zeitung, pero no se puede gobernar Alemania contra Bild Zeitung».
La última palabra aún no se ha dicho. La revista Wirtschaftswoche publicará mañana una demanda por daños y perjuicios de 1.800 millones de euros contra Wulff, como ex ejecutivo de Volkswagen, presentada por 67 bancos, varias grandes aseguradoras y fondos estatales. Baja Sajonia tiene el 20% de Volkswagen y le acusan de no haber informado a tiempo a los demás accionistas en 2008 sobre los planes de Porsche de apropiarse de la empresa.
- La jefatura de Estado, cuestionada a zapatazos.
Críticas. «¿Necesitamos realmente un presidente?», se pregunta ‘Die Welt’. Alan Posener, nada sospechoso de responder a los intereses de ‘Bild’ en el pulso del diario contra Christian Wulff, por haber atacado frontalmente en varias ocasiones a este diario sensacionalista, mantiene que Alemania debería deshacerse de «esta especie de monarca democrático». «Nos ahorraríamos 28 millones de euros al año y muchos esfuerzos periodísticos para vigilar sus pasos», dice.
Protestas. Varios de los manifestantes que se agolpaban anoche zapato en mano frente al Palacio de Bellevue, en Berlín, suscribían animados esta opinión. «¿Alguien puede decirnos para qué nos sirve exactamente un presidente, más que para darnos disgustos?», refunfuñaba Jürgen Jänen, portavoz de los manifestantes, esgrimiendo un ejemplar del ‘Frankfurter Rundschau’, que ayer publicaba que Wulff pagó la casa de una forma bastante inusual, con un cheque anónimo del Bundesbank.
Negociaciones. El aparato político, sin embargo, no piensa en eliminar el cargo, sino que prepara discretamente una nueva elección. La coalición de Angela Merkel cuenta con una ajustada mayoría en la Asamblea Federal, que elige al presidente en votación secreta. La canciller tendría que buscar un candidato de consenso con socialdemócratas y verdes y no será fácil. Wulff necesitó tres votaciones en 2010.
Rosalía Sánchez, El Mundo