Rosario Beb es una anciana queqchí frágil y menuda, de piel tan reseca y arrugada que la tiene casi pegada a los huesos. Se acerca a su interlocutor en silencio. La suya es una de esas miradas hundidas por la derrota que atraviesan cualquier barrera lingüística o cultural, imponiendo un ejercicio de comunicación visual que reduce la necesidad de palabras a la mínima esencia. A través de los ojos transmite la misma letanía que ella y quienes la precedieron están hartos de repetir, desde hace siglos. “Ellos no nacieron aquí, nosotros sí. A ellos los trajo el aire, nosotros pertenecemos a la tierra”.
Como si la frase sólo sirviera para asegurarse de que traductora y periodista captan su mensaje –Rosario no habla español– comienza su relato acompañando las palabras, escasas y entrecortadas, con un gesto. Se levanta la camisa para mostrar el brazo izquierdo casi inmovilizado por el dolor. Un golpe, que recorre la escala cromática desde el amarillo hasta el negro y desde el codo hasta el hombro, emerge como evidencia del maltrato al que ha sido sometida. “Regresaba junto a mi nieto del mercado de Telemann. Cuatro hombres que iban en dos motocicletas, vestidos de negro y con la cara tapada, nos rodearon y me golpearon con un palo. Mi nieto comenzó a tirarles piedras y se fueron. Querían asustarme porque saben que la gente me escucha. ¿Qué comportamiento es ese?”.
Rosario no es una abuela más de la aldea Quinich, ubicada en la Guatemala más profunda, la del valle del Polochic. Es también una de las líderes de la ocupación colectiva de tierras más controvertida de la conflictividad agraria centroamericana, de uno de los problemas más complejos que el nuevo presidente de Guatemala, el general Otto Pérez Molina, se ha encontrado encima de la mesa al asumir, esta misma semana, su cargo.
De un lado, está el colectivo de indígenas agrupados en torno a los Comités de Unidad Campesina –una de las pocas organizaciones de la izquierda guatemalteca que han sobrevivido a la firma de los acuerdos de paz en 1996–, que un día decidieron ocupar fincas, en las que muchos de ellos habían trabajado en régimen de alquiler durante años, con el objetivo de producir maíz para el autoconsumo. De otro lado, se encuentran los propietarios de la tierra, apoyados por el Estado y la legalidad guatemaltecas. También entra en el conflicto el ingenio Chabil Utzaj, una empresa propiedad de inmigrantes alemanes, que ha transitado de la producción de azúcar a la de palma africana –uno de los principales ingredientes a partir de los que se fabrican los biocombustibles que consume el mundo desarrollado–, y el Grupo Pellas, conglomerado de empresas nicaragüenses más conocido por la producción del conocido ron Flor de Caña.
El conflicto del valle del Polochic no es nuevo. Los “motines de indios” han sido una manifestación periódica de la historia del valle, y de toda Guatemala por extensión, desde que en 1547, a propuesta de fray Bartolomé de las Casas, el rey Carlos V aceptó cambiar el nombre de la región, Tezulutlán (la tierra de la guerra), por el de Verapaz (la verdadera paz). Lo hicieron a través de las “reducciones de indios”, que concentraban y vinculaban a los queqchíes a una tierra y una producción concretas, pacificándolos e incorporándolos así a la Corona. Así, en 1770, el alcalde mayor de Verapaz, Francisco Javier de Aguirre, seguía transmitiendo en su Relación de méritos y servicios que, “tras haber quemado 200 chozas de campesinos fugados a las orillas del río Polochic”, al poco tiempo se dio cuenta de que era inútil porque estos habían vuelto a levantarlas. Más recientemente, en la cabecera municipal del valle tuvo lugar, en 1978, la que se conoce como masacre de Panzós. Se desató cuando el ejército mató a un centenar de campesinos cuando reclamaban títulos de propiedad de la tierra que trabajaban en el momento álgido de la guerra civil guatemalteca. Según el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de Guatemala, la represión militar posterior, entre 1978 y 1981, se cobró la vida de 310 campesinos.
En el centro de la trágica historia de este valle guatemalteco siempre han estado la propiedad y los usos de la tierra que, al evolucionar al ritmo de los precios de los productos agrícolas en los mercados mundiales, ve hoy cómo el monocultivo de productos que se exportan para ser transformados en biocombustibles no deja de extenderse. Si durante el inicio de la colonización española el producto estrella era el cacao, y tras la independencia se impuso el café, en el 2011, la necesidad de grandes latifundios para la producción de caña de azúcar y palma africana continúa chocando con una población indígena que sólo entiende la tierra si sirve para alimentar a sus habitantes, ecuación que en la Guatemala de hoy en día no funciona. En respuesta, el clima de conflictividad resultante tampoco disminuye.
La caña de azúcar y la palma para la exportación suben de precio, y de ahí que los cultivos de maíz y frijol, de los que continúa dependiendo gran parte de la población, sean cada vez menos rentables y más escasos. De la caña y la palma no se come; del maíz y el frijol, sí.
Pese a la gran fertilidad de sus tierras, este país presenta índices de desnutrición africanos –como ha denunciado en repetidas ocasiones la ONG Oxfam–, con un 49,8% de niños afectados por la desnutrición crónica. Una cifra que aumenta al 68% cuando se trata de indígenas, los habitantes del valle del Polochic.
Pese al hambre, el uso de productos agrícolas para la producción de combustibles es una tendencia mundial al alza. En lo que se refiere al país centroamericano, Danilo Mirón, de Etanol Consultants, afirma que “desde el 2003 Guatemala produce suficiente etanol –un derivado de la caña de azúcar– para atender un programa de mezcla con gasolina”. Esto sucede cuando el 73% del etanol mundial se utiliza para producir combustible, y dicho uso se enmarca en una decisión política. La Unión Europea ha expresado su voluntad de aumentar hasta el 10% la utilización de agrocombustibles en su parque automovilístico en los próximos años. El objetivo es contribuir a frenar el proceso de calentamiento global y diversificar hacia el biocombustible una producción actualmente centrada en el combustible fósil tradicional. La tendencia es, aparentemente, imparable.
Un informe publicado en diciembre por la ILC (International Land Coalition) muestra que para cumplir la demanda europea de agrocombustible es necesario incrementar entre 20 y 30 millones las hectáreas de tierra dedicadas a su cultivo. La presión comercial sobre la propiedad y lo usos de la tierra no cesará de incrementarse en los próximos años.
No obstante, el responsable de Etanol Consultants es crítico con las teorías que vinculan seguridad alimentaria con la producción de etanol. Según su punto de vista, “Guatemala no utiliza maíz para producir etanol”. Es cierto, la materia prima en ese país es la melaza, un subproducto de la caña de azúcar. “Su cultivo no compite con la producción de alimentos”, afirma Mirón.
Su perspectiva no se contradice con la de aquellas organizaciones que denuncian la sustitución de usos de la tierra. Puede que el maíz no se utilice para producir etanol, pero campos donde antes se cultivaba el cereal se dedican ahora a la caña de azúcar y de palma africana. Un informe publicado en el 2010 por Ayuda en Acción detalla el destino de la sustitución de cultivos que se encuentra en el origen de la conflictividad agraria. Según el informe, “la larga experiencia guatemalteca en la destilación del azúcar para alcohol se ha transferido a la producción de carburante”. La superficie cultivada con caña de azúcar no ha dejado de aumentar, duplicándose y pasando de ocupar el 5,5% del total en 1990 al 11% en el 2006. La superficie sembrada con palma africana también se ha incrementado en un 152% entre el 2002 y el 2006. De entre los derivados de la caña de azúcar, que aumenta superficie cultivada y cantidad exportada, el etanol es el que puede convertirse en carburante. Los datos indican que a finales del 2010, el 86% de la producción local de etanol ya se estaba exportando a Europa.
Pablo Sigüenza, investigador del Colectivo de Estudios Rurales IXIM (maíz), resume en una frase –no por poética menos cruda– el efecto de la expansión del monocultivo para la exportación y producción de biocombustibles. “Las tortillas de maíz de los campesinos guatemaltecos están comenzando a quemarse en los atascos de tráfico europeos y norteamericanos”.
El pasado mes de marzo, la policía y el ejército guatemaltecos, ejecutando una orden judicial, practicaron una serie de desalojos de comunidades campesinas en el valle del Polochic con el objetivo de resguardar la propiedad privada y la extensión de los cultivos de azúcar y palma africana. En algunos casos fueron repelidos por los campesinos, y hubo al menos cuatro muertos y decenas de heridos. Catorce comunidades fueron expulsadas de las fincas que ocupaban. Bajo la supervisión de los propietarios del ingenio, las fuerzas de seguridad y los paramilitares contratados por la empresa, auténticos amos del valle, un lugar donde el Gobierno de Guatemala tiene serias dificultades para imponer el Estado de derecho, destruyeron y quemaron las viviendas y los cultivos de maíz de los campesinos. Miles de personas se encuentran desde entonces en un estado que no sólo es de extrema pobreza, sino que además ha dejado a gran parte de los hijos de las familias que ocupan la tierra en una situación de desnutrición crónica.
El desalojo de las 800 familias del valle del Polochic provocó que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictase, en junio, una serie de medidas cautelares para la protección de los miles de desplazados, tras detectar una serie de defectos en las órdenes de desalojo y en la manera en que fueron llevadas a cabo. No sólo los desalojos, sino el fondo de la controversia: los títulos de propiedad que la empresa posee sobre la tierra son también puestos en duda por las organizaciones que apoyan a los campesinos. El gobierno de Guatemala se vio obligado a crear una mesa de diálogo a través de la Comisión Presidencial para los Derechos Humanos con el propósito de gestionar la conflictividad en el valle y aplicar las medidas relativas a la alimentación, la seguridad, la salud y el techo para los miles de componentes de las familias desalojadas que imponía la CIDH. Tras meses de conversaciones y sucesivas reuniones entre los representantes del gobierno central y líderes campesinos como Rosario (la anciana queqchí golpeada en repetidas ocasiones por miembros de la seguridad del ingenio), lo único que ha llegado al valle, con meses de retraso, es el reparto de algunas bolsas de comida provenientes de los cuestionados programas de cohesión social del gobierno. Los acuerdos sobre salud, seguridad y vivienda de las familias desplazadas se quedaron en las mesas de diálogo y nunca se aplicaron.
Desde entonces, y lejos de aceptar esas bolsas de comida entregadas a cambio de suavizar el conflicto por la propiedad y el uso de la tierra, algunas de las comunidades han vuelto a ocupar las fincas. El caso de la conocida como Paraná es paradigmático. Hasta en tres ocasiones, los campesinos han reconstruido sus estructuras al borde del camino y en tres ocasiones la seguridad privada del ingenio las ha destruido en un bucle que, de no detenerse, y considerando que ambos bandos enfrentados disponen de armas de fuego, sólo puede terminar, como expresan los campesinos, “llorando sangre”.
Uno de los líderes de la finca Paraná se llama Federico Caal. Luchó en dos guerras. La primera, desde los 14 a los 20 años, como miembro de los kaibiles, la élite del ejército guatemalteco. Combatió en el peor momento de una política basada en “quitarle el agua al pez”, que se llevó por delante a decenas de miles de sus compatriotas; aún siguen enterrados en fosas comunes al final de ese mismo camino en el que hoy cuenta su historia. “¿Quieres verlas?”, pregunta en medio de su improvisada clase de historia. A Federico le obligaron a pelear. Dice que luchó en aquella guerra “contra los que son como yo. Contra los míos. Por los finqueros. Para que los queqchíes continuáramos pasando hambre. No sé leer. Pero sé quiénes somos nosotros y quiénes son ellos”.
Ahora, Federico Caal libra la segunda de sus guerras. Cada mañana, cuando regresa de su turno de noche vigilando la finca ocupada en la que una vez quisieron plantar maíz, tiene que luchar por conseguir comida para los niños. Esta guerra también la está perdiendo. Su sobrina, Daily Maribel, tuvo que ser ingresada en un hospital el pasado mes de octubre en una situación de desnutrición aguda.
Son conscientes de que la llegada a la presidencia del país del general Pérez Molina marcará un nuevo estilo de gobierno, en concordancia con el mensaje que le ha aupado al poder, basado en la aplicación de una política de “mano dura”. Pérez Molina, más conocido durante la guerra como Comandante Tito, participó como miembro de la fuerza de elite kaibil en las mismas operaciones que Federico Caal. El líder actual de la finca Paraná y soldado de aquel ejército teme –quizás exageradamente– que se repitan.
A diferencia de Caal, la mayoría de los campesinos del valle del Polochic luchó contra el ejército en las filas de la guerrilla. Federico Quej, líder de la comunidad de San Miguelito, combatió desde 1980 hasta la firma de los acuerdos de paz en 1996. Ambos sienten que han sido traicionados. Quej, indignado, explica que aceptaron “un compromiso para bajar de las sierras y regresar a la tierra plana a plantar maíz y frijol. Nos han mentido durante 15 años. Ellos no han cumplido con sus compromisos de darnos tierra para sobrevivir, ¿por qué tenemos que cumplir nosotros? Les estamos avisando, conocemos el camino de regreso. No estuve 16 años peleando en la guerrilla para seguir sin tierra y que además me humillen con una bolsa de comida”.
Federico Quej afirma que la mitad de los hombres de su comunidad estuvo en la guerrilla y sabe luchar. “Se lo estamos diciendo al Gobierno. Nos pidieron que bajáramos a cultivar y nos mintieron, nunca nos entregaron tierra. Ahora nos obligan a trabajar para las fincas por 30 quetzales (tres euros) al día –el salario mínimo legal en Guatemala es de 63 quetzales diarios, seis euros–. Quieren que seamos esclavos de las fincas, como lo fueron nuestros abuelos. No lo vamos a ser”.
Alberto Arce, Magazine, La Vanguardia