El resumen del resumen de este planteamiento también conocido como «principio de parsimonia» es que, cuando caben varias explicaciones para interpretar un fenómeno, lo correcto es optar por la más simple. Es decir que es vano, pretencioso y absurdo «alcanzar con lo más lo que puede ser alcanzado con lo menos».
Aunque en su Historia de la filosofía occidental Bertrand Russell define a Ockham como «básicamente un filósofo secular», la importancia que le atribuye no estriba tanto en su carácter de puente entre el escolasticismo y la lógica moderna sino en su condición de restaurador de la pureza aristotélica frente a la complejidad y exuberancia de la teoría de las «entidades» postulada por Platón y sus discípulos.
De hecho fue esta contraposición la que mucho tiempo después de su muerte llevó a acuñar el concepto de la «navaja de Ockham», en la medida en que su enfoque simplificador servía para «afeitar las barbas de Platón» con toda su proliferación ontológica.
Prácticamente no hay ninguna disciplina del saber, desde la lingüística a la biología pasando por la estadística y la informática, en la que la «navaja de Ockham» con su principio de economía, o si se quiere con su aparente ley del mínimo esfuerzo, no haya hecho valiosas aportaciones a la civilización humana. Incluso uno de los primeros episodios de la serie House tomó prestado ese nombre para contar la historia de un paciente que parecía ser víctima de una enfermedad muy sofisticada cuando en realidad le habían recetado una medicina equivocada para la tos.
El problema es que la «navaja de Ockham» puede convertirse siempre en un arma de doble filo ya que en toda discusión cada una de las partes suele alegar que en el fondo su explicación es la más sencilla. Véase si no el debate entre defensores de la evolución de las especies y creacionistas en el que unos y otros esgrimen la cuchilla del franciscano medieval para rasurar en seco tanto la poblada barba marrón del Darwin de las exploraciones como la venerable barba blanca del Dios de la Historia sagrada.
Esto es lo que explica que la única excepción a esa regla de utilidad multiusos, el único coto vedado a ese tirar por la calle de en medio haya sido el Derecho, siempre que ha estado basado en sus llamados «principios generales»: las garantías procesales, la presunción de inocencia o el principio acusatorio basado en la carga de la prueba. Para hacer justicia es imprescindible profundizar en la especificidad de los hechos y aportar las evidencias concretas que han de avalar toda condena.
Sensu contrario, el fulgor estereotípico de la «navaja de Ockham» en cualquier estrado judicial es poco menos que un infalible detector de la arbitrariedad, la superstición y el abuso de poder. Véase si no lo producido por la Inquisición, los tribunales revolucionarios desde la guillotina a los procesos de Moscú, los tribunales islámicos encargados de la aplicación de la sharia, el Comité McCarthy o éste tan contemporáneo deudor de todos ellos llamado Tribunal de Arbitraje Deportivo o TAS.
No exagero ni un ápice. La doctrina de la «responsabilidad objetiva» funciona con el mismo inexorable automatismo que aplicaron sus predecesores. La detección de una sustancia prohibida en el organismo de un deportista equivale a la del maligno en los perseguidos por brujería, a la de la ideología perversa ora en los contrarrevolucionarios ora en los comunistas, o a la del fruto de la relación pecaminosa en el cuerpo de esas mujeres que deben ser lapidadas incluso si han sido violadas.
Éste es el silogismo: en el cuerpo de Contador había clembuterol, el clembuterol es una sustancia prohibida, ergo Contador es culpable. Aunque como toda institución que quiere que se sienta su poder rodea sus procedimientos de la máxima parafernalia, el TAS acaba de demostrar que en el fondo le resulta irrelevante la causa de la presencia de los 50 picogramos en el organismo de nuestro campeón. ¿Por qué estaba esa sustancia ahí aun en proporción infinitesimal? Pues simplemente porque había entrado sin que el interesado lo impidiera. Y a partir de esta premisa al tribunal le da igual que procediera de un acto deliberado de dopaje, de un filete de ternera tratada con anabolizantes o de un suplemento alimenticio contaminado. «Pluralitas non est ponenda sine necesitate».
Contador ha sido condenado sobre la base de una probabilidad -la hipótesis de que el clembuterol estaba en una de las barritas que ingirió- y encima por no hacer nada; es decir por la pasividad, que el TAS tipifica como «negligencia», consistente en no haber evitado el ingreso de la sustancia prohibida en su cuerpo. ¿Cómo podía haberlo hecho? ¿Acaso analizando esos suplementos perfectamente legales que ingería antes de probar cada bocado en un imaginario laboratorio de campaña tan sofisticado como el de Colonia al que el Tour mandó sus muestras de orina?
La siguiente perplejidad que genera la sentencia hecha pública el lunes es el despropósito de haber dedicado tantos esfuerzos y dinero -detectives de una y otra parte incluidos- a las pesquisas sobre la carne contaminada. Visto lo visto todo indica que Contador ha actuado con gran ingenuidad al perseguir la quimera de intentar probar que el clembuterol estaba en aquellos filetes adquiridos en Irún, pues sólo ha dado pie a chistes fáciles para vagos mentales y, se descubriera lo que se descubriera, habría resultado estéril pues la «navaja de Ockham» de la «responsabilidad objetiva» y la «negligencia» habrían seguido esperándole a la vuelta de la esquina. La sentencia no dice que Contador tomara esas barritas alimenticias a sabiendas de que tenían clembuterol sino que supone, imagina, elucubra que estaban igual de «contaminadas» que lo habría estado el filete.
Similar desazón intelectual produce el hecho de que a pesar de todas sus incertidumbres el TAS aplique al ciclista la misma sanción máxima que le habría correspondido si hubiera sido cogido in fraganti en plena autotransfusión. Este desenlace viene a avalar la tesis paradójica de la instructora del expediente abierto por la Federación Española de Ciclismo de que al proponer suspenderle por un año -lo cual no llevaba aparejada multa alguna- estaba en realidad tratando de protegerle de una ruinosa suspensión por dos. Ahora el TAS se habría ensañado con la rebeldía de Contador de no aquietarse con un reconocimiento de culpabilidad aun sintiéndose inocente y a la vez habría dado una lección a la Federación Española por haber osado introducir en su resolución absolutoria los elementos de racionalidad procesal que demandaron desde Zapatero y Rajoy hasta Ángel Juanes y Enrique Gimbernat.
La prueba definitiva del completo desinterés del TAS por el bien jurídico a proteger -la equidad de la competición frente a las ventajas tramposas adquiridas mediante estimulantes prohibidos- la encontramos en las penas accesorias que acarrea su sanción. Arrebatarle a Contador el Giro que ganó limpiamente en 2011 bajo el microscopio de una veintena de análisis y la lupa suspicaz de crítica y público, en función del positivo por clembuterol en el Tour del año anterior, es un acto de sadismo despótico más propio de los organizadores de las peleas de gladiadores del circo romano que de las autoridades deportivas del siglo XXI.
Tal vez ése sea el mensaje que en el fondo tratan de transmitir la Unión Ciclista Internacional y la Agencia Mundial Antidopaje a través de su tribunal: demostrar quién manda aquí. Dejar claro que en el deporte profesional existe una superestructura de poder con arbitrio absoluto sobre las vidas y haciendas de los sometidos a su autoridad. La lucha contra el dopaje se convierte así en la ratio última que lo justifica todo. Como la amenaza de la herejía, la connivencia de los enemigos de la Revolución con el enemigo exterior, los peligros de la secularización de los creyentes o el riesgo de la infiltración comunista para la seguridad nacional. A grandes males, grandes remedios. Y siempre hay a mano un barbero de hierro con su «navaja de Ockham» bien afilada.
Nuestro Gobierno se ha equivocado obsesionándose con el humo en lugar de buscar el origen del fuego. El valor del episodio de los guiñoles de Canal+ Francia es sólo sintomático. Sirve para poner en evidencia que con las actuales normas cualquiera -Nadal, Gasol, Casillas- podría ser víctima de la misma alcaldada que acaba de golpear a Contador. La utilización de sofisticados instrumentos capaces de detectar cantidades infinitesimales de cualquier sustancia combinada con una doctrina de la «responsabilidad objetiva» que no establece un umbral mínimo de lo que debe considerarse doping deja a todo deportista de élite inerme ante cualquier maniobra contra él o su país. ¿No ha puesto por escrito el propio director del laboratorio de Colonia en una revista científica que hasta el agua del grifo puede contener clembuterol en proporciones como las detectadas a Contador?
Estamos ante un problema político como lo son todos los relacionados con los derechos humanos. Con un presidente tan aficionado al ciclismo y un ministro teóricamente responsable del deporte, este Gobierno debería reaccionar y tomar la iniciativa respecto al fondo del asunto. Aunque la tibieza con que Wert ha abordado las perentorias reformas educativas no es un buen augurio de su brío y competencia, a él le correspondería impulsar una ofensiva internacional para establecer la seguridad jurídica en el ámbito del derecho deportivo.
Como bien ha dicho uno de los tres representantes españoles en la Agencia Mundial Antidopaje, el ex futbolista Alberto López Moreno, «ahora es el momento de plantear la revisión del principio de responsabilidad objetiva». Qué bochornosa resulta en cambio la actitud de Jaime Lissavetzsky quitándose de en medio para llevar a término de forma no conflictiva su mandato como miembro nada menos que del Comité Ejecutivo de esa AMA dictatorial. Los estamentos deportivos están llenos de Lissavetzkys para los que hasta los legendarios calificativos de José María García se quedan cortos. Forman lo que uno de los jueces del TAS que han condenado a Contador definió en un revelador aparte al final de las sesiones como «el sistema». Y ya se sabe que el único fin de todo «sistema» es su autopreservación.
El deporte es demasiado importante en nuestras vidas como para aceptar que se convierta en un Guantánamo jurídico en el que no rigen los principios generales del Derecho. Si una sala del Tribunal Supremo decide condenar a Garzón y un jurado popular absolver a Camps tienen que hacerlo basándose en unos hechos probados. Mientras la unanimidad de siete magistrados de muy diversa ideología avala la primera sentencia, la división del jurado popular reclutado en la autonomía que gobernaba el justiciable pone en duda la segunda. Afortunadamente existen los recursos y por ejemplo estoy seguro de que el Supremo revertirá el chapucero archivo del caso Manzano. Pero incluso los errores judiciales son asumibles como diezmo inevitable de la imperfección humana siempre que se produzcan dentro de los márgenes de una legalidad compatible con los valores constitucionales.
Lo que es insoportable es tener delante un parque de atracciones en el que a la salida del túnel de la risa se aplica aquella justicia sumaria de la Reina de Corazones basada en el principio del «date por jodido». Despleguemos, pues, la «antinavaja de Kant» y repliquemos a los tiranos del deporte que «la variedad de seres -o de realidades, o de tipos de responsabilidad- no debería ser neciamente disminuida». He aquí una causa noble por la que movilizarse.
El Mundo