La batalla está planteada en torno a la reforma del mercado laboral, para acabar con la normativa que venía rigiéndolo desde el franquismo. Franco había privado a los obreros de la libertad política a cambio de garantizarles un empleo fijo y aumentos de salarios anuales. Ha venido funcionando, con retoques, bajo todo tipo de gobiernos y unos sindicatos gubernamentalizados. Hasta embarrancar en dos grandes escollos: la globalización y la crisis económica. ¿Qué pretende la reforma del PP? Pues adaptar el mundo laboral español a la nueva realidad. ¿Cómo? Quitándole rigidez, flexibilizándolo. En vez de dictar desde arriba la normativa laboral por sectores o tamaños de empresas, dejar que cada una las adopte según su capacidad y situación de mercado. O sea, que patronos y trabajadores decidan cómo afrontan la crisis y situación del mercado, para fijar sueldos, turnos, producción, etc., y poder sobrevivir, pues todos están en el mismo barco. Es lo que han hecho en los países que mejor capean la crisis. Y lo más lógico.
Lo malo es que, para que esa reforma del mercado laboral se implante, se requiere una reforma cultural previa, un cambio de mentalidad tanto en empresarios como en sindicatos, que no se ha producido en España, donde persiste la atmósfera de confrontación, suicida en el mundo actual. Ante lo que bastantes empresarios han preferido producir en el extranjero o cerrar. Mientras los sindicatos se han dedicado a defender los salarios y derechos adquiridos de los trabajadores fijos —y de paso los suyos—, desentendiéndose del número creciente de parados, y siguen en ello.
Lástima que la reforma cultural no pueda implantarse por decreto.
ABC