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Historia de dos ciudades (José María Carrascal)

No son el Londres conservador y el París revolucionario de la novela de Dickens, sino la Sevilla colorida, donde el PP celebra su victoria electoral, y el Madrid gélido, donde la izquierda se manifiesta para mostrar que no la admite. No es la primera vez que ocurre en España, prueba de nuestra escasa conciencia democrática. Lo que no se puede alcanzar en las urnas, se alcanza en la calle. Es la razón de la fuerza, el imperativo de la violencia, que no conduce a nada bueno. Lo más escatológico es que ambos bloques, pese al último vuelco, corren idéntico peligro. Si el PP cree que con haber ganado las elecciones ha logrado su objetivo, se equivoca. Lo único que ha alcanzado es encontrarse sólo ante el peligro: sacar a España del agujero en que la han dejado la crisis internacional y la desastrosa gestión de Zapatero. Sin que tenga ahora excusas. Mientras el peligro para el PSOE es dejarse llevar por sus instintos, torpedear la gestión del gobierno, buscar su fracaso, para tomarse la revancha en las próximas elecciones. No sé cuál de los dos estaría más equivocado, pues puede que ni siquiera habría elecciones.

La batalla está planteada en torno a la reforma del mercado laboral, para acabar con la normativa que venía rigiéndolo desde el franquismo. Franco había privado a los obreros de la libertad política a cambio de garantizarles un empleo fijo y aumentos de salarios anuales. Ha venido funcionando, con retoques, bajo todo tipo de gobiernos y unos sindicatos gubernamentalizados. Hasta embarrancar en dos grandes escollos: la globalización y la crisis económica. ¿Qué pretende la reforma del PP? Pues adaptar el mundo laboral español a la nueva realidad. ¿Cómo? Quitándole rigidez, flexibilizándolo. En vez de dictar desde arriba la normativa laboral por sectores o tamaños de empresas, dejar que cada una las adopte según su capacidad y situación de mercado. O sea, que patronos y trabajadores decidan cómo afrontan la crisis y situación del mercado, para fijar sueldos, turnos, producción, etc., y poder sobrevivir, pues todos están en el mismo barco. Es lo que han hecho en los países que mejor capean la crisis. Y lo más lógico.

Lo malo es que, para que esa reforma del mercado laboral se implante, se requiere una reforma cultural previa, un cambio de mentalidad tanto en empresarios como en sindicatos, que no se ha producido en España, donde persiste la atmósfera de confrontación, suicida en el mundo actual. Ante lo que bastantes empresarios han preferido producir en el extranjero o cerrar. Mientras los sindicatos se han dedicado a defender los salarios y derechos adquiridos de los trabajadores fijos —y de paso los suyos—, desentendiéndose del número creciente de parados, y siguen en ello.

Lástima que la reforma cultural no pueda implantarse por decreto.

ABC