Todas las reformas laborales que hasta ahora han sido, abordaron los tres problemas esenciales de nuestro mercado laboral: rigidez interna de las empresas, que les dificulta la adaptación a los cambios en las condiciones económicas; rigidez externa de las empresas, que dificulta la adaptación del tamaño de las plantillas a los cambios en el ciclo económico y rigidez salarial, que aleja la realidad salarial de los trabajadores de los cambios exigidos por la evolución coyuntural de la economía.
No pretendo hacer un balance comparado entre ellas aunque todas se han construido sobre la experiencia de las anteriores, sin saltos en el vacío. Incluso la última de febrero de 2012, sobre todo si nos centramos en los tres puntos esenciales: contratación (cómo se entra en el mercado laboral), despido (cómo se sale) y negociación colectiva (cómo se está dentro).
El debate previo a esta reforma había estado calentado por la simpatía mostrada por algunos miembros del Gobierno hacia la propuesta de contrato único con despido lineal vinculado a la antigüedad. De un plumazo, se simplificaban así los complejos sistemas y bonificaciones de contratación existentes y se abarataba el despido con el argumento, nunca demostrado, de que un menor coste futuro de despido, animaría la contratación presente, sobre todo, si está suficientemente subvencionada y, al parecer, con independencia del estado del mercado de bienes y servicios, o de los loables objetivos de mejorar la productividad empresarial. Pero tras descubrir que dicho contrato único era inconstitucional, el Gobierno no ha reducido ni simplificado los contratos existentes, manteniendo la dualidad del mercado laboral, sino que incluso la ha ampliado con otro nuevo indefinido, pero con un año de prueba con despido gratis total, lo que se acerca mucho a un nuevo contrato temporal subvencionado de un año.
La clarificación de las razones objetivas de despido, el procedente con 20 días de indemnización, es una obsesión desde, al menos, la reforma de 1994 que incorporó nuevas causas al mismo, las de organización y de producción, en un intento de reducir el margen interpretativo de los jueces. En la reforma de 2010, se dio un salto al incorporar, entre las causas económicas objetivas, “la existencia de pérdidas actuales o PREVISTAS, O LA DISMINUCION PERSISTENTE DE SU NIVEL DE INGRESOS que puedan afectar a su viabilidad o a su capacidad para mantener el volumen de empleo”. A esto, solo se añade en la reciente reforma una precisión que clarifica que por “persistente”, debe entenderse tres trimestres consecutivos.
Más importante es el cambio introducido ahora en el despido improcedente donde se universaliza el de 33 días, en vigor ya para muchos contratos, también para aquellos en los que constaba 45. Con ello, se abarata mucho para los empresarios el que ha sido el despido más utilizado en esta crisis (“despido express”) a costa de reducir el patrimonio intangible de millones de trabajadores.
La desaparición de la autorización administrativa previa en regularizaciones colectivas de empleo, provocará una nueva judicialización de los despidos, tanto procedentes, como no. Esto, más los cambios introducidos en la regulación de las condiciones de trabajo, reforzando la capacidad del empresario para cambiarlas unilateralmente, incluido salarios, se configura como el aspecto en que esta reforma más se aparta de las anteriores, aunque todas compartan la misma aspiración de flexibilizar la capacidad adaptativa de las empresas a contextos adversos.
Así, la “adaptabilidad y flexibilidad en las relaciones laborales” ya era un objetivo de la reforma de 1994, recogido en su exposición de motivos, junto a la búsqueda de una “gestión más flexible de los recursos humanos en la empresa” por considerar que una actuación en estos asuntos “puede ser, en muchos casos, un mecanismo preventivo frente al riesgo de la pérdida de empleo”. Este sería, de hecho, un poderoso argumento utilizado para justificar reformas anteriores, en época de crisis: proteger el empleo existente, dotando al empresario en dificultades constatables, de alternativas viables, distintas a una quiebra con despido total de la plantilla.
Pero hay otra segunda razón: ajustar costes laborales a la baja, apoyando la adaptación competitiva de la empresa mediante una devaluación interna. Ahí es donde adquiere sentido abaratar el ajuste vía despido, aunque suba el paro y reforzar el poder unilateral del empresario para rebajar salarios e incrementar la productividad alterando, más fácilmente, las condiciones de trabajo. La reforma de 1984, como la de 1994, vinieron seguidas de importantes moderaciones salariales, de igual manera que este año, entre la reforma de 2010 y la de hace unos días, se ha negociado un importante acuerdo social que incluye, en la práctica, congelación salarial. Pero esta crisis es mas profunda y necesita una devaluación mayor, razón por la cuál vengo sosteniendo la necesidad de rebajar cotizaciones sociales para evitar que se cargue todo el ajuste sobre salarios y empleo.
Todas las reformas laborales, aunque no creen directamente empleo, han perseguido un objetivo económico loable: facilitar un ajuste rápido y flexible de las empresas a situaciones de crisis, intentando mantener el máximo de empleo posible, aunque sea alterando a la baja las condiciones del mismo. La última reforma, además, lo hace fortaleciendo mucho, también para el futuro, a una de las partes contratantes, aprovechando la situación para dar un vuelco en el equilibrio de fuerzas existente en el mercado laboral, a favor de los empresarios.
Eso, sí es ideología.
Mercados, El Mundo