Rusia protagonizó el pasado 4 de febrero dos hechos que, aparentemente distintos, definen muy gráficamente el momento que está viviendo el país bajo el poder de Vladímir Putin. En el Consejo de Seguridad de la ONU, el Gobierno de Moscú se unía a China para impedir la condena de Siria por su sangrienta represión y la escalada de muertes civiles. Ese mismo día, decenas de miles de rusos marchaban en las principales ciudades del país a favor y en contra de Putin.
En el veto en la ONU, el jefe de Gobierno ruso volvió a hacer gala del aplicado alumno que fue de las tácticas de la Guerra Fría como eficaz agente del KGB y de cómo muchas de sus prácticas autoritarias están muy vivas en su política. Bajo la mano de hierro de Putin, Rusia ha abandonado la frustración en que quedó sumida tras la desintegración de las URSS y su pérdida de relevancia exterior. El gas y el petróleo han devuelto el vigor perdido a la exsuperpotencia y el nuevo «zar» ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para que el peso de Rusia se haga sentir en el mundo. El mandatario ruso, pese a sus declaraciones y buenas maneras con EE.UU. y Europa, no ha ocultado el resentimiento porque la OTAN se haya expandido hasta acoger como miembros a países que Moscú siempre ha considerado dentro de su área de influencia. La invasión de Georgia en 2008 fue una excelente ocasión para mostrar músculo y escenificar su retorno al estatus de potencia mundial.
- Demostración de fuerza.
En el veto en la ONU, Putin ha hecho una nueva demostración de fuerza para consumo interno, aunque la apuesta por un Assad en equilibrio inestable pueda ser muy temeraria a medio plazo, sobre todo ante el mundo árabe. El viejo aliado sirio es prácticamente la única vía de acceso de Rusia a Oriente Próximo a través del acceso al puerto de Tartus y un excelente comprador de armas, pero quizá la principal razón de su rechazo esté en la profunda inquietud que provoca en el Kremlin el apoyo a movimientos democráticos y la injerencia exterior. Las intervenciones occidentales en Kosovo y Libia, donde Moscú apenas tocó bola, junto a las posibilidades de que la primavera árabe avente su semilla a regímenes autoritarios próximos como Bielorrusia o Uzbekistan y vuelva a agitar el Cáucaso norte, son cuestiones que ha podido tener muy en cuenta el jefe del Gobierno ruso.
Putin comienza a dar muestras de inseguridad y temor hacia los cambios que comienzan a fraguarse tanto en la escena internacional como en el ámbito interno. Hasta ahora además, Rusia parecía deslumbrada y satisfecha de su nuevo estatus y la oposición apenas se dejaba oír o ver. Sin embargo, algo distinto comienza a hacerse visible desde el pasado cuatro de febrero. Aunque las marchas críticas fueron respondidas con unas contramarchas a favor de Putin más numerosas, la sensación es que se ha perdido el miedo y se ha roto el hielo de una corriente que puede tener un alcance imprevisible. Probablemente Putin ganará el 4 de marzo por tercera vez la presidencia de Rusia, pero le va a costar más manipular el proceso electoral como lo hizo en las legislativas del pasado 4 de diciembre, además de verse obligado a ganar en primera vuelta por más del 50% si no quiere dar una imagen de debilidad.
Miguel Salvatierra, ABC