Así las cosas, en el inmenso salón con aspecto de nave industrial no había más oleaje que el de unas discretas sonrisas y unos comedidos aplausos. Ni siquiera Aznar utilizó su discurso para levantar una soflama; lo más relevante de su parlamento fue la displicencia con que mencionó a Rajoy, una sola vez y como de pasada. El jefe del Gobierno presidía la asamblea, trufada de cargos públicos, con gesto hermético en un estrado de reminiscencias un poco soviéticas, ese tipo de carpintería en la que los miembros de la ejecutiva parecen asomados a una tapia. Al levantarse para la pausa del almuerzo, Rajoy comunicó a algunos elegidos su designación para la nueva directiva; de un modo casi casual, como el que echa a pies la alineación de un partidillo del recreo. Los miembros de la nomenclatura se retiraron por los bastidores del escenario pero Aznar, deseoso de cariño, prefirió cruzar la sala para dejarse aclamar sin restricciones por los delegados.
En el animado pasilleo se hacían cábalas sobre el resultado de las elecciones andaluzas de marzo. Hay una certidumbre casi inexorable sobre el triunfo de Arenas, a quien el congreso concede un protagonismo estelar como si todos los reunidos fueran a insuflarle la energía de un karma victorioso. El líder andaluz está a un palmo de la tierra prometida y su gente ha acudido a Sevilla a hacer sonar las trompetas delante de las murallas de la Jericó socialista. Intramuros de la ciudad sitiada, las huestes de la izquierda se van a manifestar hoy autoconvocadas por su espíritu de resistencia; la marcha sindical discurrirá por el centro, lejos del Palacio de Ferias en el que Rajoy va a pronunciar la arenga del asalto final ante un ejército preparado para la última ofensiva. Nadie contempla otra hipótesis que la de ganar aunque el pecado de la ambición pueda llevar en el éxito su propia penitencia.
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