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Una apuesta ética (Victoria Prego)

Hubo entusiasmo pero no llegó ni de lejos al delirio, aunque el delirio se esperaba. Y no lo fue porque el propio interesado no quiso dar pie a ello.

Podría haberse relamido durante largo rato, y con gran retórica de memorial de pasados agravios, en las mieles de su actual victoria. Una victoria que por su amplitud y hondura no tiene precedentes en la historia de la democracia española. Y ésa es una tentación en la que cualquiera tiene derecho a caer, sobre todo después de venir de tantas penalidades y tantas humillaciones como las que Mariano Rajoy ha padecido, también a manos de los suyos.

Pero el presidente del Gobierno y del Partido Popular, que sabía que con tantísimos ases en la mano como los que ahora tiene iba a obtener un respaldo tan apabullante como el que obtuvo, eligió un discurso de tono discreto, con ribetes casi domésticos, muy para los suyos. Como si estuviera en su casa, que lo estaba.

No fue una intervención declamatoria, de las que apelan a esa cursilada que ahora se formula como «eso está en nuestro ADN» y que sirve para sostener que las más excelsas virtudes adornan a los miembros del auditorio y, por descontado, al orador. Al contrario, Rajoy, que tiene demostrado desde hace años que es un excelente parlamentario, se dirigió a los compromisarios del PP con un lenguaje sin adornos, más bien desnudo. Habló a los suyos con sinceridad y huyendo de las frases hechas, con lo que resultó especialmente contundente.

Se le vio tranquilo y contento pero demostró no estar dispuesto a quedarse ahí, disfrutando de lo conseguido. «Nunca habíamos llegado ni tan lejos, ni tan alto, ni tan hondo», se encargó de recordar, para añadir a renglón seguido, sin un segundo de regodeo: «Hemos conocido suficientes derrotas y suficientes victorias como para dejarnos engañar por estas cosas».

Por eso, porque él no quiso, no hubo delirio, sino tan sólo una alegría que no llegó nunca a desbordarse, ni siquiera al final, cuando el sevillano Zoido cantó los porcentajes de apoyos que había obtenido su candidatura y la de su equipo directivo. Una ristra de nombres, por cierto, que Rajoy había anunciado previamente al plenario con la misma neutra entonación con la que podría haber leído unos cuantos anuncios por palabras.

Pero hubo algo en lo que el líder del Partido Popular insistió una y otra vez, y ahí sí que puso el acento más rotundo y apasionado de todo su discurso: en la necesidad de que los suyos tengan muy claro por dónde han de caminar en términos de decencia pública. Ésta, la de un partido que respete y cumpla un código ético, es su apuesta más rotunda.

Primero empezó suave: «Quiero que seamos un modelo de conducta política y moral». Pero luego hizo valer toda su autoridad para lanzar una advertencia directa que sonó como una amenaza: «¡No estoy dispuesto a que nada traicione la confianza que los españoles han depositado en nosotros!». Y no se refería ni a errores ni a fracasos. Se refería a corrupción. A mangancia.

Ahora que tiene todo el poder sin condicionantes -salvo lo que pase en Andalucía-, Rajoy sabe que pilotar las andanzas de un partido gigantesco le puede dar disgustos del calibre de los que tuvo que tragarse cuando aún no era más que un aspirante a gobernar España. Pero ahora es distinto porque manda sin paliativos. Así que ésta será otra de las muchas pruebas de fuego a las que tendrá que someterse, y superar, durante su mandato.

El Mundo