«En la derecha la literatura es embrollo, y la retórica, embeleco», afirma el autor, que analiza el contenido de la literatura actual del PP. Dice que, según su retórica, el Gobierno se enfrenta a una herencia apocalíptica y hace frente a ella con heroísmo. Critica en duros términos el comportamiento de la derecha actual, el de un «fascismo dedicado a perseguir a los que perseguían al fascismo», y concluye defendiendo que las masas necesitan «un diccionario antifascista y una voluntad griega».
La derecha, como todo fascismo, suele gobernar con literatura y heroísmo. Lo curioso es que ninguna de las dos cosas posee en su mano el mínimo valor intrínseco; se trata de usarlas circunstancialmente para impedir toda reflexión contraria. En la derecha la literatura es embrollo, y la retórica, embeleco. Atendamos, como ejemplo, al contenido de la literatura actual del Partido Popular.
Según su retórica, el PP se enfrenta a una herencia apocalíptica. Y hace frente a ella con heroísmo. Nada deja traslucir en esa retórica que la calamidad la inició la propia derecha, aquí y allá, con su neoliberalismo desbocado y sus artificios financieros, con sus negocios urgentes abonados con su militarismo. Nadie en esa derecha menciona la siniestra y general inducción que hizo la derecha al gasto desbocado. La burbuja inmobiliaria, que tiene más de veinte años, es un ejemplo de ello. Ni nadie en esa derecha hace balance del criminal enriquecimiento que tal incitante comercio ha dejado en manos de los poderosos.
No vale decir ante esa realidad que los boys de Chicago fueron víctimas de una docena de sandios o piratas que protagonizaron en su nombre una desregulación mal ejercida. Eso es una simpleza que trata de camuflar una estafa moral y un robo físico. Friedman es culpable, el empresariado es culpable, sus gobiernos son culpables. En España, Aznar es culpable.
El pueblo, ahora acusado de pródigo, tomó lo que se le ofrecía y vendió su alma y su libertad por cuatro prometidas monedas. Al pueblo se le deshuesó primero de su auténtico esqueleto ideológico y luego se le trasfundió un odio sarcástico hacia lo que debería constituir su histórico destino. Se hizo de él un «razonable» converso a la lógica y mecánica capitalista.
El proletariado dejó de existir ya calzado con zapatos de piel falsa y trajeado con paños coloniales. En España, concretamente, se le convocó a una explosiva Plaza de Oriente para invitarle a una visita inacabable a los grandes almacenes. Se le dijo que únicamente la propiedad inmobiliaria le garantizaría el futuro de amo. Se le suministró una constante información periodística sobre los nuevos y fáciles esplendores. Se le facilitó que posara con toda confianza sus patas en la tela de araña financiera. Cien mil hijos de San Luis, con certificados de estudios económicos superiores, le azuzaron al disfrute de una miel hecha por zánganos. Y al fin el pueblo fue devorado. La izquierda barroca -esa quinta columna del imperialismo- contribuyó a la labor de zapa. Todos hicieron botonaduras para su esmoquin de fiesta con los huesos de quienes iban cayendo y a los que se apeló de locos peligrosos. La fiesta fue magnífica y duró hasta hace ocho o nueve años.
Ahora la derecha, ese fascismo dedicado a perseguir a los que perseguían al fascismo, ha recurrido al heroísmo para negociar los harapos de los contaminados por el lenguaje del mercado. Se trata del mismo heroísmo que han manejado siempre los altos mandos de los estados mayores: una lata de atún por cabeza y unas órdenes de resistir en el lodazal batido por el enemigo.
La derecha, ese fascismo de misa dominical y maldición hebrea, ha tocado a carga por parte de los maltratados. Los cinturones apretados, la zamarra astrosa bien ceñida. Y mucha voluntad de victoria. Pero ¿contra quiénes han de cargar los desheredados a los que en nombre del antimarxismo se les ha privado incluso de su protagonismo de oprimidos? Cantar «arriba los pobres del mundo» resulta apolillado. No lleva más que a la comisaría cercana. Los pobres del mundo, según la derecha, son ahora víctimas de su propia ineficacia, de su vacuo cerebro, de su ambición gomorrita; no son pobres, sino delincuentes, pícaros explotadores de promesas que no supieron interpretar, manirrotos de las ocasiones que para enriquecerse les brindaron a mano abierta las oficinas bancarias que invitaban a su misa negra.
Luego, los oprimidos han de cargar contra sí mismos para exprimir su última posibilidad de resarcir a los ricos que esperan la ayuda para fundar otro mundo igual al incendiado apenas el arca vare en tierra seca y un gorrión aparezca en cubierta con la maldita rama de olivo.
Sólo los griegos parecen plantar cara a los nuevos persas. Pero los griegos, dicen, se han vuelto morenos y no tienen ya el perfil rubio de los pueblos del norte. Son griegos más dionisiacos que apolíneos. Dios los ampare, aunque ellos han comprendido al final que la filosofía no está para interpretar el mundo, sino para transformarlo, por eso al pie del Partenón los bancos arden. Aquí, no. Aquí los lacerados airean al sol, sin más pretensiones, las banderitas triangulares de UGT y CCOO para ofrecer el cordero de su razonable recorte salarial. Pero ¿a cambio de qué? De una promesa de amor empresarial cuando llegue el momento, como predican en su homilía diaria los Sres. Montoro y De Guindos, hijos putativos del Sr. Rajoy.
Pregunta: ¿Cuánto pueden durar sin ingerir alimentos los parados? No lo sé, pero los líderes dicen que España los necesita para la gran empresa de restaurar la máquina bancaria. Luego los supervivientes gozarán de la nueva fiesta. Serán héroes que desfilarán con la gloria de haber cumplido con su deber. Los otros habrán dejado la piel para hacer baúles en los que guardar los beneficios de los fondos privados de pensiones.
¿Se puede mandar con honradez esta operación de despiece del ciudadano acurrucado por el frío? Si es por la patria, sí. El Sr. Aznar sabe muy bien lo que es la patria, por eso azuza a los perros de la guerra mientras anda, peregrino, de consejo en consejo porque no se puede dejar una sola brecha por donde se precipiten los miserables a destruir la victoria. Ni siquiera hay que confiar en Lourdes. A veces los cielos se vuelven rojos, dicen que para anunciar un día con sol, pero vaya usted a saber lo que puede ocurrir. Lo mejor es hacer paraguas con la tela embreada de la ley.
Leyes para convertir el trabajo en una lotería con muchos premios de aproximación, que siempre dan para un bocadillo. Leyes para regular las huelgas a fin de que quienes acudan al trabajo puedan ayudar al entierro de los yacentes. Leyes para mantener el orden, consistente en no moverse a fin de conservar las calorías. Leyes para alargar la vida de los trabajadores, ya que aquello que acaba con la existencia es la inmovilidad de una jubilación confortable cuando los músculos se agarrotan por la edad. Leyes, leyes, leyes... ¿Y dinero?
¿Cuándo llegará la hora del reparto social? El Sr. Rajoy no lo sabe. Ni lo saben la mayoría de los gobernantes. Hay que esperar a que sobrevuele el pájaro con la puñetera rama de olivo. Entonces UGT y CCOO saldrán a la calle para repartir la sopa de pan con vino. Y los bancos volverán a adquirir bancos. Y los «emprendedores» tornarán a comprar concejales para hacer millones de viviendas con que satisfacer a los nuevos beneficiarios de hipotecas. Pero ¿no saldrá por fin alguien que quiera cambiar el mundo?
Yo creo que sí, aunque los señores Aznar de turno toquen a rebato y los señores Rajoy busquen ministros en la reserva blanca de Wall Street. Porque no hay mal que cien años dure, ni tempestad que no amaine. Ni pueblo que al final no salga a la calle en nombre de su supervivencia. La tribu blanca de Wall Street siempre da al final con un general Custer con quien suicidarse. Ojo al reloj, porque en ese momento es cuando florece la revolución, que es palabra apropiada para abrir la ventana de los días a fin que entre el aire y limpie el pulmón de los pueblos.
Es más, quizá aparezca un editor que se atreva incluso a publicar un tratado sobre la retórica y el heroísmo. Hay que aclarar con urgencia el embrollo que han armado con las palabras. Las masas necesitan un diccionario antifascista y una voluntad griega. Lo demás es tomar el sol en grupo.
Gara