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Atlántico Norte (Ramón Andrés)

Ramón Andrés (Pamplona, 1955).- Autor de numerosos escritos musicales y literarios. Sus libros sobre música comprenden el Diccionario de instrumentos musicales. Desde la Antigüedad a J. S. Bach (1995/2001/2009), W. A. Mozart (2003/2006), Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005; Premio Ciudad de Barcelona), El oyente infinito. Reflexiones y sentencias sobremúsica (De Nietzsche a nuestros días) (2007), El mundo en el oído. Elnacimiento de la música en la cultura (2008), Diccionario de música, mitología, magia y religión y El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza. Pertenecen a un terreno literario y ensayístico: Tiempo y caída. Temas de la poesía barroca [2 vols.] (1994), Historia del suicidio en Occidente (2003) y No sufrir compañía.Escritos místicos sobre el silencio (siglos XVI y XVII) (2010). Entre los libros de poemas cabe citar La línea de las cosas (1994; Premio Ciudad de Córdoba-Hiperión) y La amplitud del límite (2000), además de la obra aforística Los extremos (2011). Ha traducido a escritores muy diversos, como Dylan Thomas (Bajoel bosque lácteo, 1997), Jean de La Bruyère (Los caracteres, 2004) y Charles Burney (Viaje musical por Francia e Italia, de próxima publicación).

- Ya veremos.

Defenderé la casa de mi padre,
dice el poeta,
nire aitaren etxea...
Pero hay que pensar, hay que pensarlo
―dos, tres veces― si se defiende el dolor.
Tengo piedra y madera
para levantar otra.
Piedra contra piedra, mandíbula apretada,
así roemos el estar en un sitio.

El muro ante ti y detrás de ti;
detrás de ti, y el muro ante ti.

Subir a la azotea a tender sábanas;
las aves nos ven envueltos en ellas,
nos creen enfermos, siempre.
Luego las recogemos,
preparadas ya para la noche,
que es lo propio del hogar, la oscuridad;
dobladas sobre una silla,
todavía no hecha la cama;
ni falta que hace,
no hay que dormir, no se puede dormir
si debe defenderse algo,
si hay que gritar y luchar
contra el lobo,
contra la llanura del lobo,
contra el fuego de la llanura del lobo,
contra la usura,
contra el oro de la usura,
contra el mordisco en la moneda
de oro de la usura, contra la sequía.
Defender, blandir, sajar
para que algo quede en pie,
que aguante lo gris del clima.
A falta de sol, las borrascas, las trombas,
―yo soy de donde truena―,
ya se sabe qué son los valles,
todo se hace para que quede en pie.
Y nos vamos.

- Paseo.

Cuando vas por el monte
y subes, subes
a veces
medio agachado para no pincharte
con la aguja del cedro,
o te detienes para quitarte la telaraña
que te llevas con el pelo o el hombro,
y su hilo se disuelve en los dedos
porque ya no es suspensión,
y subes, aunque caes
en la cuenta de que el desnivel eres tú;
de que no hay cima, sobrepuerto,
cortante o vaguada que no sean tú.
Y a lo transformado en sudor,
a la energía mensurable
que te vuelve expiración,
le llamarás paisaje.

Y si miras abajo, y vislumbras un claro,
o una onda de brezo, una casa
hundida como la bota en el lodo,
o un puentecillo colgante,
destablillado como la Historia,
sentirás que eres amado,
y que no eres amado,
y que el desnivel eres tú.

Y al caminar por una vía muerta,
por lo irregular de las calvas de grama,
entre hierros y tuercas,
unas aquí, otras allá,
dispersas, ya sin fijación ni obra,
digo, cuando caminas por una vía muerta,
como aquellas de los cuadros de Kiefer,
y le das duro al paso, le das duro
y no te detienes
pese a tener porqué, no te detienes,
verás que el horizonte podría ser la tela
con que se seca cada muerto
recordado;
la tela, antigua,
no se sabe cuánto, ni el carbono 14 alcanza.
Lienzo, materia cuarteada, pintura;
pero el que gotea eres tú.

Y al bajar de lo que hace unas horas
era predicción, proximidad del águila,
astucia de saber estar encima,
verás que el desnivel eres tú,
porque tampoco a pie llano las cosas
son correlación, ni progresión,
sino desconocimiento;
y si preguntas a quien cruza
como tú el camino,
si preguntas dónde está la costa,
que dónde la casa
que veías como una bota hundida
en el lodo,
y te dice, desde su correlación:
«a un paso», verás que tú eres el paso,
que estás siempre a un paso de tu paso,
y que avanzas por el desnivel

de todo lo acordado. A un paso. Avanzas.

- Nueva bajada al infierno.

El soldado desconocido
no lo es para la tierra, el mismo olor,
la ropa de siempre:
«Entra, ponte cómodo».
Una mujer como viga estriada
le da de beber,
barre las regatas de las suelas, vuelve
a su puño la camisa remangada,
todos callan para que duerma,
viejo amigo,
siempre el mismo rostro, el mismo trazo
de rodera en la espalda,
partido en dos,
barra de pan duro, el soldado,
ya entre conocidos,
como bolas de un ábaco, color Sokúrov,
no pasa un día
sin guerra ahí arriba, no pasa,
todos bajan por la misma escalera, a veces
alguno silba la melodía
de su bala, y recuerda
el disparo de camino a casa.

- Puerto de Mundaka.

Cada vez más sucios los poemas,
sobre todo éste,
pez que resbala
de la caja y cae sobre el enlosado,
y se ensucia con el barrillo
de las botas de caucho y los bidones,
porque la carga desagua
y el paso es inseguro por lo turbio.
Los ojos fijos como una creencia,
salpicado, en el suelo,
no pescado en el mar
donde alguien oyó de Duino
las elegías,
sino justo al otro lado,
en otras corrientes que llaman Kantauri,
Cantábrico, donde es común
el avefría, si hay temporal,
si baten las olas cada vez más oscuras
y rasgadas como sábanas pobres,
si hay un golpe seco en la escollera
y lo sientes en el vientre
lo mismo que al encajar un recuerdo.
Alguien lo devolverá al agua,
o tal vez lo limpie y lo coma,
así como el lector limpia
lo que otro ha escrito impuro.

- Después de leer a Whitman.

Otra vez, de nuevo aquí,
contento porque a simple vista
reconozco
al menos treinta árboles por su nombre.
Contento, porque cruza un estornino
y ya no me pregunto
a dónde le lleva su prisa,
en qué día cae la fiesta, cuándo la cena.
Si de todas las acequias bajara
un poco de agua
después de esta lluvia,
si de todas las canciones un poco de su letra,
no preguntaríamos
si hoy
es suma, si nublado, lamento o tiempo.
Otra vez, de nuevo aquí,
con la oscuridad del mundo
que es su lumbre,
como dice Rilke,
sin haber dejado nada por el camino,
sin haber encontrado más que lo útil
para estar al cabo de las cosas
y no perder aquella luminosidad
que se escinde al llegar a las ramas.
Ya no pregunto
a qué hora termina este momento,
ni por qué al otro lado de estos bosques
hay pescadores que empujan la barca
al mar como si fuera una verdad,
aquellos que antes de la pesca
preparan la voz
para que resuene feliz en la lonja,
tan seguros están, y tan completos.
No piensan que los muelles
son una forma de morir,
porque también allí llega la fruta,
la cayena, la soja y el color
de los marinos que pasan de un meridiano
a otro como tú cambias de calle,
y beben
―no es un tópico―
lo comprado en la última isla,
y duermen en lo estrecho y húmedo,
y saben que el mar es para soñar
no más que los algodonales o las dunas
o el reflejo de los álamos
que bordean las carreteras,
y así les dan una prestancia
de ruta
como si condujeran a algún lugar del cielo.