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El aburrimiento de lo sorprendente (Ángel Gabilondo)

Podríamos pasarnos la vida esperando a que nos acontezca algo interesante, sorprendente, novedoso. No está claro que siempre lo deseemos de verdad. Sí lo está el que no es frecuente que suceda. Cada momento buscamos con avidez algo diferente, algo distinto, que nos saque de la situación en que nos sentimos inmersos, y que tantas veces es de simple rutina. Estamos permanentemente atentos a lo que se dice y comenta, a lo que ocurre, con la confianza de que venga a incidir en lo que somos y vivimos. Nos cuesta hallar una cierta y apacible serenidad. Encontramos que tal sensación no sería sino una forma de resignación y nos hacemos creer que se trata de compromiso, de la voluntad de mejorar, cuando no pocas veces la alerta responde en no menor parte a que estamos aburridos, somos aburridos. Ello no impide que nos encontremos atareados.

Quizá nos alivie saber que no nos ocurre solo a nosotros, pero precisamente eso puede llegar a ser fuente de una mayor preocupación. Incluso cabría pensar que, en un mundo con tantas necesidades y urgencias, aburrirse sería una frivolidad. Y desde luego, quienes se ven inmersos en la tarea y acuciados por variados problemas no se permiten el lujo de ni siquiera considerarlo.

Este aburrimiento no es simplemente un estado psicológico, o de ánimo, con los consabidos resultados de una cierta tristeza. Afecta mucho más radicalmente a nuestra vida, hasta el punto de anclarnos en el actual estado de cosas y su permanente repetición. El puro durar de lo igual, de lo que da igual, de lo que nos es igual no impide que confiemos en que algo sorprendente ilumine, siquiera fugazmente, el desierto de lo que permanece idéntico a sí mismo.
Entonces llegaríamos tal vez a culpar a los hechos, no solo de no resolvernos, sino de no entretenernos. Deseamos la sorpresa permanente y nos lamentamos de que no se produzcan acontecimientos cuya primordial finalidad consistiría en hacernos más llevadero no solo el actual estado de cosas, sino fundamentalmente la monotonía de nuestra propia existencia. En el colmo de la necesidad, ansiaríamos que algo sucediera, aunque no fuera precisamente bueno. Bastaría que no resultara directamente malo para nosotros. Solo el rayo de su irrupción ya supondrá un cierto alivio. Y en todo caso, el afán de novedades sería superior a lo que nos costaría olvidarlas. Mientras tanto, el placer que nos provocarían ya habría otorgado sus dulces efectos. Por un momento, siquiera por un instante, algo se habría producido.

Unas respuestas serían depuestas por otras. Necesitaríamos un intermedio, un lapsus, para venir nuevamente a precisarlas. Solo así preservarían su carácter sorpresivo, sorprendente. Un tanto inesperadas, como lo que puede provocar un cierto temor o liberar un determinado humor. También en esto es importante la dosificación, incluso la mesura en la donación de la sorpresa. Ello nos permitiría añorarla, perseguirla, buscarla, con la esperanza, atenuada con el tiempo y la experiencia, de que no ya esa sorpresa, sino lo sorprendente mismo, se instalaría en nuestras vidas, prácticamente como un estado. Sin embargo, tal vez eso mitigaría sus efectos, ocupando incluso el espacio del aburrimiento, que entonces pasaría a ser un sorprendente aburrimiento, un aburrimiento sorprendente: el aburrimiento sorprendente. Pero aburrimiento.

Hay en todo aburrimiento no poca injusticia. Bastaría fijarnos para constatar lo impropio de anclarnos en él. Ahora bien, no siempre es producto de una decisión directa, aunque podría serlo como resultado de no buscar afrontarlo. Pronto culpabilizaríamos de esa situación a cuanto nos rodea, e incluso pediríamos explicaciones. En cualquier caso, el propio aburrimiento no acostumbra por sí mismo a ser motor de una transformación. Es preciso incidir en él, considerar su desatino y afrontarlo con convicción y con acción. Para abordarlo no basta un simple ánimo de fuga, se requiere determinación y la fuerza del pensamiento. No es la precipitación en un indiscriminado conjunto de actividades, como si ellas fueran capaces de cicatrizar sin más esa herida radical, cuya hemorragia más evidente consistiría en no esperar demasiado ni siquiera de lo sorprendente.

No por ser una sociedad aburrida deja de tener graves problemas, como si esto fuera resultado de una apacible serenidad o causa de ella. Ni siquiera por tenerlos deja de serlo. La cuestión es otra. La pérdida de sentido y de la capacidad de otorgarlo propicia espacios cada vez más extensos de indiferencia y de apatía, con apariencia de enorme preocupación. Eso sería suficiente para tranquilizar el tedio y, así, un aire compungido, no pocas veces resignado, confirmaría esa preocupación como forma saneada de aburrimiento y, más exactamente, de mansedumbre y de conformismo.

El aburrido más aguarda que espera, más convive con lo que le gustaría que se enfrenta con la verdad de su deseo. Y mientras tanto se nutre y se sustenta con noticias y sorpresas que le permiten presuponer que algo le ocurre, y ocurre en cuanto le es sustantivamente plano y tibio, quizá mediocre, aunque no necesariamente. En ocasiones alcanza a lo que parecería, y quizá lo es, bien interesante.

Una sociedad aburrida resulta inquietante. Y lo es no porque nada sucede, sino porque lo que ocurre propone o produce modificaciones que en numerosas ocasiones se limitan a confirmar el implacable poder del sopor de eso que sucede.

Los desaforados esfuerzos por conceder protagonismo a ciertas cuestiones o entronizar algunos asuntos no consiguen atenuar la sensación de que la vida es otra cosa, o podría o debería serlo, de que el tiempo se diluye en peripecias que la secan y clausuran.

La permanente voluntad de entender habría de incluir la posibilidad de que nos hagamos cargo de que por mucho que algo empiece ya a ser aburrido, no por ello se inicia el aburrimiento, aunque resulte novedosa la causa. De ahí podría deducirse alguna resistencia a dejarse seducir por lo supuestamente sorprendente. Su permanente invocación e irrupción lo hace uniforme y adormecedor. Unas sorpresas se neutralizan y se acallan con otras. El asunto, según parece, es que su fulgor se limite a iluminar esporádicamente. Y así el hastío nos hace espectadores, eso sí, tan sorprendidos como aburridos, de lo igual.

(El salto del ángel, El País)