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Es evidente, creo (Ángel Gabilondo)

Proclamar que es evidente no nos libera de afrontar lo que eso venga a querer decir. El círculo se pliega sobre sí al considerar que lo que significa que algo es evidente siempre es evidente. Resultaría suficiente con declararlo, como cuando subrayamos que “el agua moja”. Pero ni siquiera bastaría la inmersión en el río, y para constatarlo necesitaríamos pensarlo. Y no simplemente porque Hegel nos muestra que algo solo es real si es pensado, sino porque el propio Descartes insiste en que únicamente en tanto que lo pensamos podemos confirmar su existencia, y la nuestra. De ahí su rechazo a valorar como una proposición igualmente fundamental afirmaciones del tipo “yo paseo, luego existo”, a diferencia del “yo pienso, luego existo”. Porque precisamente si algo cabe inferirse es que existo en tanto que pienso que paseo, no solo en tanto que paseo.

De ahí que convenga cuidarse de un saber inmediato de lo inmediato, de lo que el conocimiento tiene “delante de sí en toda su integridad”. Se trataría de una certeza, pero como “la verdad más abstracta y más pobre”, que solo mostraría lo que yo percibo y, en esa medida, lo que resultaría más transparente es simplemente mi opinión. No es necesario ir tan de la mano de Hegel y de su lectura de la certeza sensible o certeza sensorial. No deja de ser interesante atender a lo que se encuentra evidente, no tanto para asentir que lo sea, sino para conocer la representación de quien lo afirma.

Hay quienes parecen exentos de necesitar argumentar, toda vez que lo que dicen es siempre, a su juicio, cosas evidentes. Eso no les impide, antes al contrario, aseverar. Y ya se sabe, que una aseveración vale, en ese sentido, tanto como otra.
Pronto se dice que el asunto salta a la vista, que se impone sin requerir más dilucidaciones, que basta fijarse. Y, naturalmente, no está mal hacerlo. Ello alcanzaría, por lo que se ve, también a lo sucedido, al relato de lo ocurrido y ya, animados, a lo que vendrá a suceder. Sin duda, tenemos certezas, certidumbres, y las precisamos, pero sorprende la cantidad de evidencias que se esgrimen sin exigir más dilucidaciones. No es cosa de desconsiderarlas. Se trata de partir de ellas para cuestionar otros asuntos. Pero de no ser así, los presupuestos no pasarían de ser prejuicios, más o menos sólidos, pero prejuicios. Esto es, necesitarían ponerse en cuestión.

A veces lo llamado evidente no es sino la ostentación del olvido. Puede parecer mentira que en algún momento resulte preciso, o al menos preferible, olvidar, y en cierto modo inevitable. Nunca todo, nunca del todo. Y no nos referimos al olvido de lo que nunca habría de olvidarse, sino al olvido que forma parte de la memoria. La memoria no es ni el simple recuerdo, ni su ausencia. De hecho no podríamos vivir, no ya solo el pasado, sino nuestro propio presente, sin una suerte de olvido constitutivo. Y ni siempre es tan fácil elegir, ni tan fácil lograrlo en caso de proponérnoslo. No es suficiente con decidirlo, ni es resultado de una simple elección. Por eso, ni siquiera lo aparentemente olvidado lo está en verdad. No pocas veces nos habita en una forma de memoria más consistente que la firmeza de nuestras preferencias selectivas. También somos lo que olvidamos.

Presuponer que basta con establecer el catálogo de olvidos y con confeccionar rigurosamente el listado de cuanto no nos resulta interesante recordar, supone ignorar hasta qué punto ello no siempre está supeditado a nuestra voluntad. Más aún, el temor a recordar, por muy consistente que sea nuestra determinación, hace brotar con otras formas de vehemencia lo temido, que vendría a crecer y a iluminarse según se acrecientan nuestras prevenciones.

Sirvan estas precauciones para comprender que el camino que nos conduce a lo evidente está poblado de mediaciones, muchas de las cuales cuestionan su fijación. Entonces resultaría más interesante que la simple aprehensión con la mirada atender el proceder de lo evidente, su movimiento, sus efectos, su funcionamiento. Algo no será evidente simplemente porque lo tomemos por indiscutible, hasta el extremo de presumir que si logramos no debatir sobre ello adquirirá la consistencia de lo evidente. Del mismo modo que el niño que se tapa los ojos cree difuminar el peligro y diluir la realidad, hay quienes a la inversa consideran que basta tener algo por evidente, incluso por real, para que lo sea. Y ya es cuestión de decirlo con determinación, y eso bastaría: “es que es evidente”.

Es llamativo que ciertos asuntos resulten para algunos tan evidentes. Tanto que prácticamente no les merecen mayor detenimiento. Ello suele ser no pocas veces muestra de impaciencia o de incompetencia, o de incapacidad para cuestionar y cuestionarse. No es cosa de convertirlo todo en un debate permanente, confundiendo el pensamiento con un conjunto de discusiones. Sin embargo, sorprende el discurso que no encuentra dudas, cuyo juicio sería, para sí mismo, claro y patente, hasta el punto de que siempre es preceptivo, imperativo, y procede dictando una y otra vez lo que ha de hacerse, confundiendo las convicciones con dictámenes y requerimientos.

Invocamos experiencias, existen pruebas, hay demostraciones y podemos deducir que algo ha venido a ser evidente, pero incluso en tal caso ello no comporta necesariamente ni una concreta e ineludible posición, ni una incontestable decisión. Considerar que también lo llamado evidente abre a su vez un campo de deliberación nos protege de visionarios de lo indiscutible. Los alentadores de lo evidente airearían y prescribirían modos de actuación, sorprendidos de que no se procediera según su visión o de que esta se problematizara. En tal caso, entenderían que cualquier otro argumento no pasaría de ser una excusa para no seguir las pautas verdaderas, esto es, las suyas.

En general, ni es tan evidente, ni resulta tan indiscutible. Pero ello no es una razón para desconsiderarlo, sino para escucharlo, para analizarlo, para debatirlo. No siempre la paciencia del concepto coincide con el tempo de nuestras urgencias, pero, en todo caso, la identificación de nuestras más queridas suposiciones con lo que no tiene discusión acaba haciendo que el pensamiento solo sea, en el mejor de los casos, una reflexión, si no, una coartada, sobre lo que queremos o creemos.

(El salto del ángel, El País)