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Hasta llegar a la escuela (Ángel Gabilondo)

Al iniciarse una clase, al abrirse el aula, conviene tener presente los caminos que han conducido hasta ella. Y no ya solo el despertar, las vicisitudes cotidianas, los preparativos, el traslado, y, en su caso, la compañía. Prácticamente cada palabra, cada acto, forman parte de lo que es también labor educativa. Y basta fijarse para comprender hasta qué punto las circunstancias son radicalmente diversas. Pero siempre con un horizonte, el de la necesidad e importancia de llegar, de acceder a la enseñanza y a la formación. Y en un entorno de afecto y de convicción, de seguridad y de serenidad.

El camino hacia el colegio es asimismo escuela, el viaje forma parte de ella, y cada gesto, cada palabra, lo que ocurre y afecta, no solo predispone, es ya constitutivo de la acción de aprender. Y sentir que uno no resulta indiferente, que el esfuerzo merece la pena, a veces bien explícita, que alguien espera algo de ti, que te aprecia y te valora, que a su modo tiende su mano y te orienta en esa dirección, eso es un regalo de la vida. Y siempre con la confianza de que te aguardan con hospitalidad y tienen tanto que ofrecerte.

“Sur le chemin de l'école”, película documental francesa, del año 2013; dirigida por Pascal Plisson, y con guion escrito conjuntamente con Marie-Claire Javoy, presenta el largo trayecto de cinco niños de cuatro extremos del mundo y las peripecias para recorrer la complicada distancia que han de hacer cada día para acceder al colegio. Una vez más, la realidad es asimismo la mejor metáfora, la de una implacable verdad.
Ir a la escuela cabe considerarse natural para quien puede hacerlo. No por ello deja de ser relevante. Y digno de subrayarse. Incluso de celebrarse. Damos todo tan por supuesto, nos parece tan habitual, que prácticamente nos limitamos a la gestión de determinadas cuestiones prácticas. Sin embargo, poderlo hacer y de modo razonable es un privilegio y asimismo una conquista personal y social.

En ocasiones precisamos mirar lejos para poder ver lo que ocurre cerca. Y no se trata simplemente de propiciar un discurso de resignación, al amparo de peores situaciones. Es cuestión de valorar lo que, como fruto del trabajo de tantos, está al alcance. Sin embargo, no deja de haber formas, más o menos sofisticadas que complican esa proximidad mediante procedimientos de elongación de la distancia, cuando no de generación de obstáculos para el acceso a la escuela. Por ello es imprescindible no olvidar la necesidad y la fuerza educativa de un adecuado concepto de inclusión.

La educación es una tarea singular, de singularidades, de personas, centros, programas y necesidades singulares, pero en el seno de lo común. Y esta labor conjunta se alumbra desde las primeras luces del día, en cada casa. Incluso tal vez desde sus vísperas. Abierta, plural, inclusiva, la escuela es convocatoria, llamada y, a la par, respuesta. Y ha de serlo a las peculiaridades y necesidades, tantas veces compartidas, de cada quien. El camino a la escuela es también el camino de la propia escuela hacia cada uno, hacia cada una. Y se trata de evitar la injusta desmembración, la amputación de aquellas necesidades específicas que constituyen la realidad educativa, que requiere condiciones, oportunidades y posibilidades.

No ha de abandonarse el camino a la escuela, ni ha de abandonarse a nadie en él, a su suerte, extraviado o desamparado, vulnerable a todas las intemperies. Y no basta una imprescindible disposición. Se requieren personas y medios para que, tras un determinado trayecto, se llegue realmente a la escuela. Sin embargo, numerosos niños y niñas, unos cincuenta y ocho millones en el mundo, no están escolarizados. Y no pocos, tras estarlo, abandonan en menos de tres años. No siempre hay caminos.

Ahora bien, los caminos no son una simple peripecia personal. Poco a poco la mano que acompaña, que indica, que vela, la palabra próxima y habitual va alejándose conforme se va acercando el momento de alguna suerte de despedida. Quizá, en el peor de los casos, ni la hubo en el momento de partida, faltó un aliento, una cordialidad. Y no tanto para otorgar grandilocuencia o melodramatismo a un gesto que ha de ser sencillo, sino como expresión de una labor que ninguno puede hacer por otro. Nadie puede educarse en tu lugar y aprender por ti. Sin embargo, conforme la mano se desprende y la despedida, siquiera temporal, lo es tal, van incorporándose otros caminantes en el itinerario que conduce hasta la escuela.

El trayecto es a la par una salida al encuentro. Con los otros, con quienes a su manera también vienen de diferentes lugares. Y no ignorar que también ellos persiguen, buscan, desean y necesitan, constituye la base determinante para reconocer que aprendemos con los demás, conjuntamente. Entre otras cosas, a sabernos singulares, pero no exclusivos y, quizá, a valorar como un privilegio aquello de que disponemos o recibimos o, más aún, aquello que somos.

El camino se sustenta asimismo de la curiosidad. Esta hunde sus raíces en una necesidad que no es mera satisfacción de lo que creemos. Tal vez un incipiente amor al conocimiento, la voluntad, no menos maravillosa cuando es infantil, de saber, de entender, de comprender, de hacer. Y una no siempre perfilada confianza en jugar el juego serio en el que ser diverso es divertido. Tal vez, al arrancarse del limitado horizonte de expectativas más inmediatas, el camino a la escuela es también un itinerario de libertad, el de las mejores posibilidades. Por eso, incluso en medio de enormes dificultades, que han de combatirse y tratar de erradicarse, tal vez, antes de empezar la clase ya ha comenzado casi todo. Entre otras razones, porque al llegar, alguien, un maestro, una maestra, un profesor, una profesora, ha hecho asimismo su camino y nos aguarda. Y a su vez el conocimiento y el saber han corrido sus aventuras, abriendo senderos que no dejan jamás de transitar. Este encuentro conjunto hace escuela.

(El salto del ángel, Ángel Gabilondo)