Inmigrantes de medio mundo, como Ela, que llegó en cayuco y jugó al fútbol, malviven de chapuzas en la zona industrial de Sant AdriàLos interesados se agolpan junto al vehículo y el ‘patrón’ elige, en una escena que parece de hace siglos y que la crisis ha resucitado. El salario se pacta por el camino. Por supuesto, economía sumergida, lo que explica que casi nadie quiera hablar. Efrén, Nilberto, Rosauro, Cheik, Abdoulaye, Yacuba o Mustafa se van la mayoría de las veces de vacío. Cuando hay suerte pueden obtener 50 euros por ocho horas de trabajo.
Al polígono de Sant Adrià de Besòs, cuna de toreros, acuden a diario decenas de desesperados con un único tesoro: sus manos. Recorren las naves, fábricas y talleres que menudean en uno de los núcleos industriales más activos de Catalunya, conocido como la pequeña Zona Franca o el otro Chinatown, en alusión a la profusión de almacenes y de empresas de importación asiáticas. La respuesta es siempre la misma: no hay trabajo. Y los desesperados, que al día siguiente volverán, se van con envidia de quienes construyen, almacenan, reparan, funden o pintan. De los afortunados que sí tienen un jornal fijo, como los conductores de las aquí ubicuas carretillas elevadoras que transportan y apilan palés, los toros.
El recorrido acaba para muchos a las afueras de La Plataforma de la Construcció, el ‘Ikea del ladrillo’ (también de la electricidad, la fontanería, las reformas…). La firma sólo vende a profesionales y mayoristas. Tiene 17 megaestablecimientos en España, seis de ellos en Barcelona. El de Sant Adrià es un lugar de peregrinación para decenas de peruanos, bolivianos, nicaragüenses, cubanos, senegaleses, gambianos o nigerianos, entre otros. También para unos pocos españoles, que esperan durante horas una llamada salvadora de las furgonetas de particulares que entran a comprar y salen cargadas de materiales. “¿Alguien sabe de electricidad? ¿De albañilería? ¿De…?”.
“Pero eso sucede muy pocos días”, explica Ibrahim, que viene a esperar desde hace un mes. Llega a las diez de la mañana y se va a las cuatro de la tarde. Le rodean un grupo de paisanos, todos de Senegal, más jóvenes que él y que intentan animarle. “Mañana también saldrá el sol”, el dicen, pero Ibrahim sopesa irse a los invernaderos de Almería con la esperanza de que allí cambie su suerte. Tiene unos 50 años. “Cincuenta y pico”, explica, pero no lo puede precisar porque no sabe exactamente su fecha de nacimiento. No quiere caridad. Quiere trabajo. Tiene las manos encallecidas y está a punto de indignarse cuando el interlocutor le pregunta si le deja invitarle a comer. “Yo ya he comido”, replica con orgullo. “¿Cuándo?”. Y responde: “Esta mañana, al desayunar”. Son las tres de la tarde.
Los americanos (“no, ‘mijito’, no quiero nada de la prensa, a no ser que usted tenga trabajo para mí”) están a un lado de la puerta. Los africanos, al otro. Pero aquí todos son discípulos de Job. “Da igual que yo llegue a las siete de la mañana y un ‘moreno’ a mediodía. Si viene alguien buscando a un electricista y el ‘moreno’ entiende de eso, él ganará el dinero”, explica un sudamericano, curiosamente de piel muy oscura, y que se refiere así a los africanos.
Moussa, de 48 años, es uno de los veteranos. Lleva 30 años en España, está casada con una valenciana y es padre de un chico que acaba de cumplir 17. Algunas cosas, explica, han mejorado y otras empeorado. “Nunca ha costado tanto encontrar trabajo, pero ahora me subo al tren y pocos blancos se cambian de asiento. Hace años era al contrario”.
A veces, los toros de sus naves industriales se estropean y los chinos vienen a buscarles para descargar un camión con un remolque de doce metros y más de treinta palés. El trabajo, a fuerza bruta, se hace en unas dos horas y por veinte euros cada uno. “Es muy poco, pero ésa es la diferencia entre comer y no comer”, dice Meiway, de 28 años, que se llama como un cantante de éxito de Senegal. Meiway, que estaba en Francia y se vino a España cuando iba a expirar su permiso de residencia, reconoce que su familia tiene dinero y que viviría mejor con ellos, pero no puede volver “con las manos vacías”.
La fama se ha extendido y muchos vienen ex profeso para comprar sudor a buen precio. El exceso de oferta propicia los regateos indignos. Cada vez se paga menos. Miseria. “Aquí no ganamos para vivir, sólo para sobrevivir”, afirman un colombiano y un cubano, que no quieren fotos. Pero cada uno de estos hombres, que rezan para que les ‘contraten’ para una mudanza, unas reformas o lo que sea, es rico en recuerdos.
Ahí está, por ejemplo, Ela Diaby, de 23 años. Llegó en patera con 15 años, hace 8. El pasaje le costó 800 euros y hasta que no devuelva esa suma a su familia no dormirá tranquilo. Creyó que el fútbol sería su tabla de salvación (jugó en la selección cadete de su país y de extremo en las divisiones inferiores del Sant Andreu y del Singuerlín), pero una lesión del ligamento cruzado de la rodilla izquierda acabó con sus sueños. Con uno de sus sueños. El otro, el de que en Europa el dinero se recoge del suelo, también se ha desvanecido. Pese a su juventud, Ela Diaby ha vivido lo que otra persona no viviría en dos vidas. El problema es que parece que él también necesitaría dos vidas para reunir 800 euros.
- La travesía. Sin agua en el mar.
“Subí al cayuco con 15 años. A esa edad en Europa eres un niño. En África, no. Zarpamos de Dakar con 107 personas a bordo, todos varones. Por fortuna, nadie murió. En otro cayuco un hombre enloqueció y se ahogó porque saltó al mar y no sabía nadar. Yo, tampoco. La travesía duró siete días. Una noche el oleaje casi nos hace naufragar. La gente gritaba, rezaba, lloraba. La mayoría de los travesaños que hacían de asientos se rompieron por el impacto de nuestras caídas. Al séptimo día, nos quedamos sin agua para beber. Rodeados de mar y sin agua. Por fortuna, aquella noche nos rescató un barco de Salvamento marítimo y nos llevó a un puerto de La Gomera y, de allí, a Tenerife”.
Ela Diaby desembargó el 6 de agosto del 2006. En su cayuco viajaban otros tres menores. Ese mismo día llegaron a Canarias 308 inmigrantes en tres pateras.
(Domingo Marchena, La Vanguardia)