El Museu de l’Exili exhibe la obra inédita del ilustradorLa guerra civil la ganó Franco y Josep Narro, catalanista y republicano, pertenecía al bando perdedor. El 7 de febrero de 1939, como otros miles de refugiados, pasó la frontera y fue internado en el campo de Argelers. Y tras un periplo de treinta meses por distintos campos de refugiados, que él siempre denominó “campos de concentración”, regresó a España. Gracias a un contrato de trabajo en la editorial Juventud, la misma en la que había trabajado antes de la guerra, evitó pasar por un batallón disciplinario. Y en aquellas circunstancias optó finalmente por regalar la mayoría de los dibujos que había realizado al propietario de la editorial, Josep Zendrera. Más tarde Narro emigró a México, donde se casó y tuvo tres hijos. Como tantos exiliados y tantas personas que han soportado las duras condiciones de una guerra, nunca explicó la existencia de estas obras, hasta que hace dos años Nuria Zendrera, hija del propietario de Juventud, decidió donar los 160 dibujos que poseía al Museu Memorial de l’Exili (MUME), de La Jonquera. Y el siguiente paso ha sido su exposición, en una muestra comisariada por el historiador Eric Forcada que se pudo ver primero en Elna (Rosellón) y ahora en el MUME, donde estará hasta el próximo día 5 de abril, bajo el título ‘Josep Narro. Dibuixar la veritat nua dels camps del Rosselló (1939-1941)’.
Esos ojos de niño que parece que ocupan toda la cara. Ojos tristes, frágiles, con la pupila dilatada y la mirada perdida no se sabe dónde. Ojos enfermos que esperan quizás su traslado a un hospital. Son los ojos de los niños que el ilustrador Josep Narro conoció en el campo de refugiados de Argelers, en 1939. Los dibujó como denuncia de la injusticia y contra el olvido pero nunca se habían visto hasta ahora.
Se exponen 45 dibujos y excepto un autorretrato de finales de los cuarenta, que cierra la exposición, el resto son los esbozos que hizo en los distintos campos. Por cuestiones de espacio (se muestran también parte de los libros y revistas que ilustró), se han seleccionado estas obras del total de casi 130 dibujos sobre los campos (el resto de la donación son apuntes de años anteriores y unos pocos del periodo 1942-49). Narro pasó los primeros meses de exilio en el campo de Argelers, donde pudo ver el sufrimiento de sus cien mil internados por culpa del frío y el viento, de la falta de alimentos y de agua potable. Sus dibujos representan a los enfermos del campo a la espera de ser transferidos a un hospital y a los niños, que fueron las primeras víctimas, demasiado frágiles para resistir unas condiciones extremas. En ese periodo tuvo la compañía de su hermano Edmundo, médico, que como él también pertenecía al partido Izquierda Republicana. En la primavera de 1989 ambos pasaron al campo de Haras, en Perpiñán, con la intención de poder obtener un permiso para ir a México. No lo consiguieron y fue trasladado al campo de Barcarès, compartido con otros 80.000 refugiados. En otoño pasó al campo de Agde, donde había una mayoría de catalanes y de pilotos republicanos. Y finalmente regresó a Argelers, que ya no sólo era para los republicanos españoles sino también para los extranjeros catalogados como “enemigos” de Francia y los judíos europeos que huían de los nazis. Allí vivirá otro invierno, que se refleja de nuevo en esos retratos de personas vulnerables. Produce una serie de retratos de niños muertos, que constituyen un testimonio excepcional de las penalidades de los campos. Narro, que había sufrido de pequeño una caída que le dejó una cierta sordera, se sentía probablemente más cerca de quienes sufrían alguna disminución o problema físico y es muy posible además que por su condición de dibujante lograse estar en los barracones destinados a hospital.
Eric Forcada, especialista en el arte del siglo XX en la Catalunya del Nord, sabía que Josep Narro Celorrio (Barcelona, 1902 – México, 1994), que antes de la guerra había trabajado para las revistas ‘L’Esquella de la Torratxa’, ‘Fructidor’ y ‘AMIC’, y para varias editoriales, había estado en el campo de Barcarès, pero no conocía ningún dibujo suyo. Y sólo a partir de esa donación y del contacto con los hijos del dibujante que viven en México descubre también que escribió un dietario, titulado ‘Cuatro estaciones’, que abarca desde su infancia hasta su salida hacia a México en 1952. Y se ha podido establecer que cuando Narro regresó a España en 1941 no trajo los dibujos consigo. “Parece que los pasó clandestinamente, a través de la montaña y un tiempo después, un amigo, el padre del poeta Feliu Formosa”, explica Forcada. Algunos detalles de los dibujos, como la fecha de 1941 cambiada por la de 1947 o el nombre borrado de otro artista de los campos, Isidre Molné, confirman el miedo a ser descubierto con estos dibujos.
Jorge Manuel Alejandro Narro, hijo del ilustrador, explica desde México que “hasta hace poco nosotros tampoco sabíamos nada de esos dibujos, nos enteramos cuando en el MUME decidieron montar la exposición y me pidieron, a través de un académico catalán de origen catalán, el Dr. José María Murià, autentificar estos dibujos. Yo tengo siete, también realizados en los campos de concentración, y mi hermano mayor tiene tres o cuatro”.
Jordi Font, director del Museo de l’Exili, destaca la importancia de estos dibujos para entender la vida en los campos. “Son como un libro blanco, que nos dice muchas cosas”. Y viene a completar el retrato que se empezó con otras dos exposiciones, la de Josep Subirats y la de Josep Franch Clapers, a la que se sumó después la de Manolo Valiente, todos ellos dibujantes de los campos. Eric Forcada lamenta que “el arte catalán no ha querido integrar a estos artista del exilio en la historia del arte y éste es un vacío que algún día habrá que rellenar”. Forcada recuerda que uno de los grandes artistas catalanes, Antoni Clavé, estuvo en Argelers en 1939 y algunos de los dibujos que hizo allí integraron su primera exposición en Perpiñán.
El catálogo que se está preparando sobre esta exposición del MUME así como la edición del dietario (de 413 páginas ya transcritas) que prepara la familia permitirá conocer mucho mejor a Josep Narro, a quien la única biografía existente, publicada en México, llegó a calificar como “el mejor ilustrador de Iberoamérica”. Desde México, narro siguió colaborando con la editorial Juventud, ilustró obras como ‘Robinson Crusoe’ –que le valió el premio Lazarillo de Ilustración en 1961-, ‘El Quijote’, el ‘Decamerón’ –con 500 ilustraciones- o ‘Las mil y una noches’. En 1958 y en México ilustró un panfleto antifranquista ‘Sobre la situación de España. Informe y testimonios’, de Antonio Márquez, que muestra su fidelidad a unos ideales.
- Una historia de amor… de película.
Josep Narro volvió a la España franquista tras su paso por los campos de refugiados en junio de 1941, sólo y desengañado. Tenía que presentarse mensualmente al cuartel más cercano para dar fe de su buena conducta. Quizás por eso cuando un tiempo más tarde su amigo Federico Fusté le confesó que se escribía con una mujer mexicana, a la que no conocía, utilizando su nombre, el de Josep Narro, porque él estaba casado, ni se enfadó. Fusté le explicó que un buen día había leído en una publicación que circulaba por el mundo hispano, un anuncio de una mujer mexicana solicitando correspondencia y había contestado. Pero la cosa se puso seria y le reconoció su trapacería. Y entonces Josep Narro decidió continuar la relación epistolar con Aurora Monroy. No sabemos todos los detalles de la historia, pero sí el final: se enamoraron y Josep Narro decidió viajar a México para conocerla. Se casaron en Guadalajara, se quedaron a vivir allí y tuvieron tres hijos.
“Es una historia real –explica su hijo Jorge Manuel Alejandro- y todo empezó cuando mi madre, siguiendo la sugerencia de una prima suya, escribió en la revista ‘La Hacienda’ –como muchas mujeres lo hacían- una carta solicitando correspondencia… Lo usual: ‘Mujer mexicana, de X años, etc., etc., desea correspondencia con hombre, etc., etc.,’. Fusté respondió, pero usando el nombre de José Narro y…”.
- Memorias inéditas de Josep Narro en Argelers.
“Mi primera vivienda fue una choza sobre una pequeña rugosidad del terreno: un armazón de robustas cañas y una gruesa y larga lona embreada encima, cerraba bien la noche. La vida se hará afuera; al aire libre se hacen las diarias abluciones, se lava la ropa, se extiende al sol y se cocina y se come, y todo lo demás. El interior era incómodo, se dormía en el suelo y –por falta de espacio- codo contra codo, y tal como andábamos de día; yo con la gafas puestas, por no saber dónde guardarlas, so pena de romperlas. Pero estábamos a salvo de la lluvia, del frío y del relente nocturno y también del viento. ¡El viento! Se presenta de improviso y es algo de espanto en estos parajes.
(…) Aúlle o no aúlle, el viento arrastra la arena de que está hecho el suelo, la hace girar violentamente y la levanta en espirales amplias, altas y compactas: en esos remolinos furiosos, el hombre ha de hundir los pies en el suelo, agachar la cabeza, cerrar los ojos y doblar el cuerpo sujetando bien la manta, capote, abrigo o trapo que lleve encima. ¡Furia maldita! (…) El campo –y el hospital- lo trabajan y llevan los refugiados, los franceses lo dirigen y administran, sean civiles o militares. Pero el que ordena y manda, el jefe, es un capitán. El de entonces era Monsieur le capitain Massina.
(…) Argelès-campo se había convertido en pueblo por obra y gracia de los refugiados que lo construyeron y poblaron, ayudando a organizarlo. Ya terminado, el hospital-enfermería será el núcleo y le dará vida y categoría. La vivienda para los médicos está aparte y a un lado, no muy lejos, la morgue, mansión transitoria de los muertos, lúgubre en su aislamiento: un cojo y un manco cuidarían de esos tristes huéspedes. En un extremo del camino, junto a la cerca de alambrada, levantarían una rústica capilla.
(…) Alimentados a medias, llevando a cuestas las miserias de los años de guerra, serán un manojo de huesos. Y peor los niños, algunos parece que van al hospital para morir. Ya moribundo, el médico intentaba reanimarlo sumergiéndole en agua casi en ebullición, así me parece ver esa tina miraculosa. ¿Se saldría con la suya? (…) Los enfermos más graves o con complicaciones, una ambulancia los llevaría al hospital de Perpiñán. En el campo fallecieron algunos; yo dibujaría un niño y un anciano. Teniendo como mortaja un ‘sac de viande’, ¿dónde están enterrados? -¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!-. En la fosa ignorada, las filtraciones del agua marina y de un regato, hacen la tierra fangosa”.
(Josep Playà Maset, La Vanguardia)