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Samira, casi libre

La mitad de la humanidad

De niña maltratada a esposa sumisa, de la cárcel por drogas a un prostíbulo: el lado oculto de la discriminación sexual y la vida de una superviviente

Samira, la sonrisa triste más bella del mundo, pone alma a las estadísticas. Amnistía Internacional denuncia que desde la infancia las niñas sufren peor trato que los niños en muchas partes del mundo. Malnutrición selectiva, imposibilidad de estudiar… Como sabía Hitler, es más fácil anular a una persona si se la considera “infrahumana”.
Y eso son las mujeres todavía hoy, cuando una parte de la humanidad estudia la posibilidad de colonizar otros planetas y otra parte las sigue considerando ciudadanas de segunda, eternas menores de edad, ganado, objetos propiedad de padres y maridos.

Samira es argelina.

Según la ONU, “la violencia se utiliza para aterrorizar a las mujeres no sólo en la guerra, sino también en el trabajo y en el hogar”. Del terror en el hogar sabe mucho esta mujer. Nació en Argel el 28 de septiembre de 1964 y vivió a caballo entre la capital y una zona rural de Tizi Uzu. Tenía un hermano mayor, el ojito derecho de su madre, que siempre fue a colegios de pago. Su escolarización, por el contrario, duró de los 6 a los 9 años. No tenía tiempo para estudiar. Madrugaba para fregar, lavar, cocinar. Y todo con amenazas y golpes. Una vez la obligaron a fregar una terraza al aire libre aunque llovía. La naturaleza se alió en su contra. A los nueve años tuvo su primera regla. “Ya estás lista para casarte”.

Recuerda con horror aquellas tardes de jueves y viernes, cuando unas desconocidas que buscaban esposas sumisas para sus hijos venían a verla como si fuera una yegua. Le palpaban los muslos y la obligaban a desnudarse para verle os pechos y comprobar que ya no era impúber. Desde que era una niña, se quedaba encerrada con llave cuando su madre salía a comprar. Sólo entonces empezó a entender por qué periódicamente la llevaban a un doctor para que examinar sus partes íntimas. Era par a renovar su certificado de virginidad.

Y todo esto ocurría en la ‘progresista’ Argelia recién liberada del yugo colonial. Qué les pasará a las niñas de hoy en Iraq, India, Afganistán… Una de las sunnas más importantes del islam sostiene que las novias tienen que conocer a sus pretendientes y que pueden decir que sí, callar (y quien calla, otorga, también en el mundo musulmán) o decir que no. Pero muchos matrimonios se apalabran entre las familias, sin que ellas puedan abrir la boca.

Estuvo a punto de casarse a los once años con un hombre que podría haber sido su padre y que se la hubiera llevado a vivir a Lille, en Francia. Sólo la intervención providencial de su tía, muy respetada en la familia porque era asistenta social y viajaba con frecuencia a la exmetrópoli, lo impidió. Al final pudo retrasar su matrimonio hasta los 17 años. Y fue una victoria: la dejaron elegir.

La noche de bodas fue un suplicio. No sabía nada. Había oído decir que se podía quedar embarazada si se sentaba en una silla en la que había estado un hombre y la silla estaba aún caliente. Nunca se había maquillado o depilado. En casa le miraban las axilas o las piernas para comprobarlo. Y de pronto su abuela, que le había hecho temer a los hombres, le explicaba cómo tenía que abrirse de piernas y ponerse el camisón para que quedase bien manchado de sangre. Cuando se metió en la cama le castañeteaban los dientes. Pero creía que sería libre.

Se equivocaba. A los ocho meses, su marido le pegó ella decidió que no aguantaría de casada lo que aguantó de niña. Se fue con lo puesto, de madrugada. Un taxista se apiadó de ella y la llevó a casa de su madre. Y vuelta a empezar, con la agravante de que su separación era un “deshonor”. Un mes después, dijo de nuevo basta. Ni un desaire más. “Vete, puta”, fue la despedida de su madre, que se convirtió en una maldición. En los meses siguientes encontró trabajo y la vida le dio la primera tregua. O eso creía. Siempre se han cruzado ángeles en su camino. Su tía, aquel taxista, una tunecina que la acogió cuando supo que no tenía donde dormir, un policía de Barcelona que no tardará en aparecer en esta historia. Ángeles y también demonios. Conoció a un chico que manejaba mucho dinero, con el que viajó a Francia y España. Cuando supo que vivía de traficar con hachís, quiso ayudarle. “Qué vergüenza cuando lo lea mi abogado: siempre le dije que no sabía nada”. En la cultura bereber soñar que se da a luz a una niña es un buen presagio. Y soñar que se da a luz a un niño, un mal agüero. A la mañana siguiente de soñar eso, tenía que coger un tren en Barcelona para ir a Montpellier. Ella y su amigo llevaban varios paquetes de hachís adosados a la cintura. Unos policías de paisano les pidieron la documentación en la estación de Sants. “La vida es una montaña rusa, hay que agarrarse fuerte”, dice y saber por qué. La detención, la cárcel de Wad-Ras, el juicio. Dio a luz durante su condena de cuatro años, dos meses y un día. Fue un niño, como en el sueño. Estuvo ingresada en el hospital del mar las semanas previas al alumbramiento, con vigilancia policial. Un agente se quitaba el uniforme y, a escondidas de sus superiores, la sacaba a pasear por la palaya, como un padre y la hija que está a punto de hacerle abuelo.

Recuperó la libertad antes que su pareja porque hizo todo lo que pudo para redimir la pena. Cuando él salió de prisión, volvieron a Argelia. Ella se quedó de nuevo embarazada. Esta vez, una niña, pero la convivencia naufragó. Separada, rechazada por su familia y madre de dos hijos de un hombre con el que no estaba casada, regresó a Barcelona. La vida, una montaña rusa que da vértigo.

La niña que tenía miedo de las sillas se transformó en Michelle, una prostituta de un club de la plaza Universitat. Su primer cliente la vio tan nerviosa que se compadeció y sólo habló con ella. Descubrió parafilias que nunca se imaginó: hombres que se travestían y querían hacer de “putita” o que caminaban a cuatro patas, con un collar de perro.

Samira Oufighou tiene 50 años y dos hijos a los que adora. No quiere volver a cambiar de acera cuando se encuentre con alguien que conozca su pasado más reciente. Del más lejano sólo le queda la artrosis de las manos, un regalo que atribuye a los barreños de agua helada con los que tantos suelos fregó de rodillas. Como ella dice, también fue puta, pero lo dejó. Luego trabajó como intérprete y en lo que pudo. Nunca se ha sentido libre, pero cada vez está más ceca. “¿Por qué quieres contar todo esto?”, le ha preguntado su hija, de 21 años, con la que vive en Benidorm. “Cuando lo cuente, ya me podré morir en paz”, le respondió. “No, mamá, ya podrás vivir en paz”.

- La vergüenza. Leyes que perdonan a los violadores.

Amnistía Internacional denuncia que Argelia, como muchos países árabes, no protege a las víctimas de la violencia sexual. La definición de violación es muy laxa y el delito no existe si se produce en el matrimonio. Muchos agresores de menores logran eludir el castigo si se casan con su víctima. Pese a todo, Hassiba Hadj, responsable de esta organización en Oriente Medio y en el norte de África, aplaude los proyectos argelinos para castigar la violencia conyugar y el acoso “en lugares públicos”, aunque cree que se trata sólo de primeros pasos que deberían ir mucho más lejos.

- Radiografía de una infamia.

Niñas madres.- Más de 142 millones de adolescentes dará a luz antes del 2020.

Gestación de una muerte.- Cada año mueren en todo el mundo 70.000 adolescentes a causa de estos embarazos.

De la cuna al altar.- En los próximos diez años se casarán 50 millones de niñas antes de cumplir los 15 años.

Una de cada tres mujeres.- 150 millones de niñas menores de 18 años han sufrido agresiones. El 50% tenían menos de 16 años. Una de cada tres mujeres ha sufrido violencia, abusos o ambas cosas.

- Del primer al tercer mundo, cenicientas sin príncipe azul.

La muerte por septicemia de Savita Halappanavar en Irlanda.- El aborto es ilegal en Irlanda excepto en los casos en que haya riesgo para la vida –no para la salud- de la madre. La interrupción del embarazo no está prevista ni siquiera para violaciones o incestos, o cuando el feto presente graves anomalías. Las mujeres que aborten pueden ser condenadas a penas de prisión de hasta 14 años. El país ha sido escenario de agitadas polémicas, como la que se registró en 1992, cuando una niña de 14 años, embarazada a raíz de una violación, amenazó con suicidarse si no le dejaban abortar. Una histórica sentencia permitió que aquella menor ganara la batalla, pero la resolución no se transformó en ley y todavía hoy el derecho a la vida de la madre no está por encima del derecho a la vida del nasciturus. El Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo debe pronunciarse ahora sobre la dramática historia de Savita Halappanavar, una dentista irlandesa de origen indio, de 31 años, que falleció porque se le negó el aborto de un feto inviable. Pese a que estaba muy enferma y el embarazo no tenía posibilidades de prosperar, los médicos se negaron a intervenir hasta que el feto, de 17 semanas, dejara de latir. Cuando por fin se practicó la intervención, el estado de la mujer era ya irrecuperable. Murió de septicemia cuatro días después. Según la OMS, más de 150.000 mujeres viajaron de Irlanda a Reino Unido para abortar entre 1980 y el 2012: 12 al día.

Sahar Gul, de 11 años, casada a la fuerza y torturada en Afganistán.- Un informe de Intermón Oxfam revela que el 87% de las mujeres afganas se han casado a la fuerza o han sufrido alguna forma de violencia física, sexual o psicológica. En teoría, las mujeres no pueden contraer matrimonio hasta los 16 años, pero en la práctica muchas niñas y adolescentes son casadas a la fuerza en cuanto son púberes. El nombre de Sahar Gul, que dio la vuelta al mundo y durante unos días convirtió el drama de las mujeres de su país en noticia de portada, es un símbolo del drama de las víctimas de la violencia sexual. Tenía sólo 11 años cuando su familia la vendió a un hombre de 30. “Era muy niña y no sabía cómo es la vida de casada ni lo que pasa después de la oda. Cuando la familia de mi marido vino a buscarme, me puse a llorar. No me quería ir y tenía mucho miedo, pero a nadie le importaban mis lágrimas”. Después de la boda, la familia paterna de Sahar dejó de tener noticias de ella. Cuando por fin decidieron denunciar la desaparición a la policía, la niña fue hallada en el sótano de la casa de su marido. Le habían arrancado las uñas con tenazas. También le habían rapado el pelo, golpeado y sometido a otras torturas. No podía hablar ni sostenerse de pie. Le hicieron todo eso cuando se negó a mantener relaciones con otros hombres. Su marido la compró para prostituirla. Casos así son frecuentes en Afganistán, donde las autoridades consideran que la vivencia familiar es “un asunto privado”.

Kopila, madre de cuatro hijos en Nepal, esclava y enferma.- Kopila es una nepalí de 29 años que nunca ha ido a la escuela. Se casó muy ‘mayor’: a los 17 años. Un año más tarde, tuvo su primer hijo. Hoy tiene tres más. Como miles de mujeres en su país, trabaja en el campo, cuida del ganado y de la casa. Nunca pudo descansar más de diez días después de dar a luz. De hecho, incluso en la fase más avanzada de las gestaciones tuvo que transportar pesadas cargas de leña y estiércol. Recibe frecuentes palizas de su marido. Tantas, que no sabe si lo que le pasa fue a raíz de esos golpes o del esfuerzo tras del último parto. El caso es que un día, después de cortar leña durante horas y de que su marido le hubiera pegado por enésima vez, notó una punzada terrible al acostarse. La matriz se la había desprendido. Prolapso uterino. “Comencé a tener dolor de espalda y de estómago. No podía estar mucho rato de pie y me duele mucho la zona genital, pero mi marido me obliga a mantener relaciones sexuales. Si me niego, me pega”. Expertos del Centro Internacional de Investigaciones sobre la Mujer (ICRW en sus siglas en inglés), una oenegé con sede en EE.UU. y oficinas en India y Nepal, aseguran que no se trata de un caso único. La primera vez que se le salió el útero, un médico se lo volvió a poner en su sitio y le recomendó reposo. La segunda vez que se le salió, Kopila decidió que no merecía la pena volver a la clínica. Y así sigue.

(Domingo Marchena, La Vanguardia)