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Las uvas de nuestra ira (Xavier Antich)

¿Cómo dar a ver la preocupación que inunda esas vidas maltratadas por la maldita crisis? ¿Dónde encontrar palabras o imágenes que alcancen la medida de tanta inquietud? ¿Cómo saber, saber de verdad, más allá de la frialdad estadística de los datos? ¿De qué modo esquivar las consignas que levantan muros de ciencia, como la economía, que sólo consiguen ocultar la devastación personal? ¿Cómo evitar a la vez la compasión paternalista de las migajas de pan y el cinismo de quienes niegan el dolor como si fuera una ficción interesada? ¿De qué nos sirven el arte y la literatura si no es para comprender el cataclismo soterrado que agrieta el fondo de una sociedad? ¿Cómo adivinar, en la simplicidad de un gesto, las pesadillas de la vulnerabilidad y la humillación?

Cuando el fotógrafo Samuel Aranda intentó poner imágenes a los efecto de la crisis se concentró en quienes más sabían de ello: víctimas de los desahucios, habituales de comedores sociales, trabajadores despedidos y en paro, inmigrantes okupas… El reportaje lo publicó ‘The New York Times’, en septiembre del 2012 (“In Spain, austerity and hunger”), coincidiendo con aquella memorable intervención de Rajoy, en la asamblea general de la ONU, donde no hizo referencia alguna a la crisis y, tan cosmopolita él, prefirió hablar de Gibraltar, Sáhara, Afganistán y Mali. De todas las fotos de Aranda, la portada del rotativo destacó una: de espaldas, un hombre hurgaba con las manos en el interior de un contenedor. El pie de foto era demoledor: “Para un número creciente de personas, la comida en los contenedores de basura ayuda a llegar a final de mes. Tácticas de supervivencia como ésta son cada vez más comunes en España, donde la tasa de desempleo es superior al 50% entre los jóvenes y cada vez más familias están sin adultos en puestos de trabajo”. Tal vez recuerden la infamia del ministro García-Margallo acusando al fotógrafo de colar una fotografía de Grecia en el reportaje sobre España. La foto, sin embargo, era de Girona.

Han pasado más de dos años. Sigue el mismo Gobierno. Y sigue la misma prepotencia que niega la realidad con cifras macroeconómicas que esconden la gravedad del drama en miles de familias, al tiempo que, a los millones de euros del despilfarro ya bien conocido, se van sumando otros tantos, incluso muy superiores, de la rapiña organizada y sistemática. Y mientras, analistas políticos, incluso con fama de sutileza y finura, se entretienen en contarnos los entresijos tácticos de los movimientos de la administración y las familias políticas que ocupan los espacios visibles del poder. Pero la realidad avanza de modo inexorable. Y aún hay quien se extraña, con fingidos aspavientos de escándalo, ante los previsibles corrimientos tectónicos en el ciclo electoral iniciado con las elecciones europeas.
Estos días he vuelto a releer una obra de inquietante actualidad, ‘Las uvas de la ira’, publicada en 1939 por ese gigante que fue John Steinbeck. Eran unos años terribles de grandes migraciones por la pobreza, cuando multitudes de desharrapados atravesaron el corazón e América hacia California, que imaginaban como la tierra prometida, en busca de pan para sobrevivir y de tierra para trabajar.

Ahí he dado con este fragmento que, confieso, me ha saltado al cuello. “La gente viene con redes a pescar las patatas tiradas al río, y los vigilantes se lo impiden. Llegan en coches traqueteantes a coger las naranjas tiradas, pero las han rociado con queroseno. Y observan, inmóviles, cómo pasan las patatas flotando ante sus ojos. Oyen los gritos de los cerdos sacrificados en una zanja y cubiertos con cal. Contemplan cómo se desmoronan las montañas de naranjas y se convierten en lodo putrefacto. Y en los ojos de la gente se ve el fracaso. Y se ve cómo crece la ira en los ojos de los hambrientos. Y en sus almas se hinchan y maduran las uvas de la ira, preparándose para la cosecha”.

Steinbeck no inventaba nada. Unos años antes de la novela, en el verano de 1936, había publicado un reportaje periodístico, que a la vez era un ácido alegato social, en ‘The San Francisco News”. Steinbeck había seguido a los temporeros itinerantes, una masa informe de “braceros nómadas golpeados por la pobreza a los que el hambre y el mido al hambre empujan de campo en campo, de cosecha en cosecha, d un extremo a otro de California”. Había conocido las chabolas y campamentos donde vivían aquellos exiliados internos, los márgenes de las carreteras donde abandonaban sus coches y camiones reventados, los estanques putrefactos de donde sacaban el agua para beber.

Entre ellos descubrió Steinbeck el fermento de la ira. Esa misma ira que es la primera palabra de la tradición literaria occidental: la primera palabra del primer verso de la ‘Ilíada’. Una ira que, según supo ver como nadie Steinbeck, no es la reacción autista e impotente de un individuo que se desahoga ante una situación inclemente, sino el fermento capaz de articularse en respuesta colectiva. Esa ira capaz de transformarse en acción cuando alguien, cuenta, descubre que perdió sus tierras y no dice “perdí mis tierras” sino “hemos perdido nuestras tierras”. Entonces, como señala Steinbeck, sólo entonces, se produce el conocimiento que habría temblar a la humanidad: “Del yo al nosotros: ése es el principio”.

(La Vanguardia)