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Intelectuales con estómago (o no) (Ramón J. Soria)

Sociólogo y antropólogo experto en alimentación

Es un hecho, la mayoría de los españoles apenas cocina, se ha olvidado de la dieta mediterránea y los precocinados o la comida rápida va ocupando cada vez más espacio en la nevera, y los pequeños armarios-despensa de los minipisos que fabricó como churros, pero a precio de caviar, la burbuja inmobiliaria. Cada vez comemos peor y somos más ignorantes sobre las cosas del comer aunque sigamos con interés los cabreos de Chicote, le riamos los chistes malos a Arguiñano y nos espantemos con el repug-reality de Masterchef.

Pero los intelectuales españoles desde siempre han comido caliente tres veces al día, saben mucho de cocina y vinos de Burdeos, siguen a José Carlos Capel o a Carlos Maribona, rezan a Josep Pla y a Camba, admiran a Adrià y hasta fueron a comer alguna vez a su chiringo, saben hacer sferificaciones en la intimidad o un cocido desgrasado, un salmorejo de cerezas o unas patatas soufflé y guardan en sus enormes bibliotecas una buena sección de libros de gastronomía, cocina japonesa y recetarios incunables, de Sent Soví a la Pardo Bazán, de Santa Inés Ortega a lo último de los Arzak-Berasategui-Roca.

'Desde siempre', esa es la palabra, desde siempre, tanto los Pemán & boys de después de la guerra como la gauche divine pre y pos-Transición disfrutaron como nadie de langostinos buenos y guisotes preautonómicos, percebes gordos y cochinos asados, meros cazados por el arpón de Barral y cenas en Lhardy, Jockey, el Gijón o el extinto Lúculo de Ange García. De otra cosa no sabrían, pero de marxismo zen y merluza en salsa verde lo sabían casi todo, luego el marxismo trotski-yogui ya no estuvo tan de moda y se apuntaron a la socialdemocracia light o al extremo centro derecha, pero nunca dejaron el orgullo y la chulería macarra o hiperburguesa de saber de guisos y tener el paladar gourmet bien experimentado en caldos, sopas, psicoactivos con receta o el sexo de las ángeles.
Los intelectuales en España sabían comer, o a lo mejor no sabían comer pero comían muy bien. Hablo, claro está, de los intelectuales célebres y celebrados, con trabajo fijo, parroquia de lectores y palmeros, ya fueran en su día franquistas jubilados o arrepentidos, comunistas cabeza de chorlito, postsocialistas neoliberales o libertarios a la violeta. Para todos comer y hablar de comida era importante y hasta más importante que la militancia o los sueños y pesadillas del mundo que movía sus voces y sus letras.

Los otros, los llamados resentidos, perdedores, marginales y los pobres estilo La colmena, los muertos de hambre, exiliados de dentro o fuera, proscritos de las prebendas del régimen o el reciclaje en el antifranquismo suave, nunca supieron comer y mucho menos entender una carta de menú en francés y las añadas de los vinos caros porque nunca pudieron dejar de ser Carpantas soñando con croquetas de sobras de cocido, pollos asados y sopas canas. Es más, la cocina de pobres, la cocina de subsistencia, de los despojos o las sobras, luego, en la Transición, fue reivindicada, puesta en sazón y hasta expropiada con descaro por esos intelectuales pijos sin ningún miramiento ni demora. Ni siquiera ese placer humilde les quedó a los intelectuales invisibles de sardina prensada, sopa de ajo y alita frita. ¿Verdad, Max Aub?

Hubo excepciones, por supuesto, el gran Manuel Vázquez Montalbán los desenmascaró a todos y describió con pelos y señales tanto el hambre como la amnesia alimentaria tras la sopa de sobre de los 70, la reconstrucción de las extintas cocinas regionales, ahora autonómicas, el revival de la cocina de la subsistencia y el arrobo transideológico hacia la mariscada XXL y sus secuelas tecnoemocionales.

También el otro Manuel Vicent se atrevió a apuntar con el dedo las barrigas bien nutridas de los que estaban construyendo la nueva España suarista, felipista, aznarista, zapaterista y ahora neoaznarista (ya que Rajoy no cuenta y lo que le ha tocado es disimular cuando comienzan a aparecer los costurones, las carroñas y los despojos del anterior festín). Por último, debo citar a mi admirado Rafael Chirbes, que describió con su minuciosa y descarnada cheira de gourmet arrepentido aquel desmán corrupto-ladrillista de festines sin Babette pero con Visa oro o black que nos llevó al desastre que ahora somos. También les dio manteca hace apenas un año Gregorio Morán y ahora Ignacio Sánchez-Cuenca.

Aclaremos lo obvio, por si acaso. Descriptivo: un intelectual es un señor con buena formación, un trabajo o unas rentas que le dejan bastante tiempo para pensar sobre los problemas del mundo y del país, documentarse bien sobre el asunto y proponer análisis, explicaciones y soluciones fáciles de entender para el gran público. Además tiene facilidad para la expresión verbal y escrita, acceso a los medios de comunicación, la subclase política, el mundo editorial y los saraos institucionales, de universidades o de fundaciones filofinancieras donde se dicen cosas para el bien general o el bien de algunos, no siempre los más, a veces los menos.

Y hoy un intelectual, más que nunca y como siempre, es un gastrónomo ilustrado que también sabe mucho de comida fina y opina, pontifica o teoriza sobre el chovinismo del Bocuse d’Or, la necesidad de militar en la dieta mediterránea pos-Pla y analizar con una buena herramienta posmoderna por qué el Pesquera era el vino preferido de los Aznares. Pero: ¿saben cocinar?, ¿cocinan cada día?, ¿hacen la compra?, ¿saben lo que vale un kilo de pan o cuarto y mitad de chipirones? No. Utilizaré una abreviatura más precisa: N.P.I. ¿Y si no saben cocinar? ¿de qué saben?, ¿de qué hablan?, ¿por qué les hacemos caso? A mí sólo me costa que Chirbes y Montalbán sí cocinaban con regularidad y criterio, se trabajaron bien la teoría y la praxis del fogón. También Vicent. ¿Y los demás? No, salvo algún guiso puntual proustiano de alcachofas con gambas de algún intelectual con Edipo.

Así que al gastrólogo le importan tres pepinos agridulces lo que digan los intelectuales desde que se enteró de que Sartre no sabía comer y dijo aquello tan bruto y conductista de que la comida y el sexo servían para tapar agujeros. Tras reírse un rato con El cura y los mandarines. Desde que leyó hace nada, en cierto periódico de gran tirada nacional, a un famoso intelectual explicar cómo se hacían mal los caracoles a la llauna. ¡Métete con Podemos lo que quieras pero no me maltrates al caracol! Ya desde hoy le digo: ¡Contigo no, bicho! Me ha gustado La desfachatez intelectual, de Ignacio Sánchez-Cuenca, pero he echado de menos una sección culinaria dedicada a la desfachatez gastronómica. Ignacio, cuenta conmigo para meter más madera en esa barbacoa. A los intelectuales de hoy habría que hacerles el riguroso examen del huevo frito con puntilla.

Nota: Todos los intelectuales citados en el libro La desfachatez intelectual han escrito de gastronomía pero nunca con profundidad o rigor de cultura gastronómica. Vuelvo a citar por enésima vez a Martín Caparrós y su ensayo El hambre como ejemplo de buen hacer intelectual. Manuel Vázquez Montalbán escribió de todo esto en su vitriólico ensayo Contra los gourmets, conviene releerlo pensando en el presente y poner nuevas caras a la desfachatez de los nuevos estómagos ¿agradecidos? que diría Rosendo Mercado.

(Espacio Público)