Más de 11.000 entradas y 1.050.000 visitantes desde el 9 de octubre de 2011

Elogio de la vida política activa (Víctor Alonso Rocafort)

Miembro del Colectivo Novecento

Es preciso descorrer el manto de indignidad que sobrevuela la vida política activa. Para ello es necesario hacer otra política, saber valorar aquella otra que va más allá de los parlamentos. Y a la vez desmontar el prejuicio contra quienes toman partido públicamente.

En primer lugar, no existe el ser objetivo y aséptico, el científico con el que soñaba Max Weber, aquel experto por encima del bien y del mal. Quien así se defina seguramente mienta, quizá sin saberlo, o sea un marciano. Tomamos partido a cada paso, en las presencias que se nombran, en las ausencias que se callan. En los conceptos, en las historias, en las perspectivas. El feminismo renovó la importancia clásica de situar los conocimientos, las opiniones, las teorías. Hay una experiencia de vida, un aprendizaje, un ojo ya educado para ver lo que le place, un oído que se ha hecho sordo a lo que no quiere escuchar.

En segundo lugar, se puede tomar partido sin necesidad de ejercer una ciudadanía activa. En un paso más allá, se puede también tomar partido, hacer política, sin acercarse a un partido. Pero no tiene por qué ser peor esto último... siempre que la libertad quede a resguardo. Lo que vale para la ciudadanía en general vale también para el intelectual, esa figura que, como muestran los artículos de esta serie, hoy se encuentra en evolución.
Hace ya algunos siglos el ideal del sabio apartado de la vida política activa que tanto gustaba al cristianismo quedó en evidencia. El descubrimiento de sucesivas obras de Cicerón fue mostrando que el autor romano, referente entonces para la Iglesia cristiana, lejos de ser un filósofo contemplativo había participado directamente de la vida política de su tiempo. Es más, había recorrido toda la carrera romana del honor que llevaba hasta el consulado, cayendo finalmente asesinado en las luchas que pondrían fin al periodo republicano. Esta experiencia política de primera mano en un tiempo en crisis le permitió profundizar en valiosas reflexiones que aún hoy tanto nos enseñan.

Podemos imaginar la sorpresa que se llevaron en la baja Edad Media, y comprender de paso su honda influencia en el Renacimiento, cuando leemos obras entonces redescubiertas de un Cicerón que se mostraba netamente como un hombre político. No tuvo la misma suerte que otros manuscritos su obra Sobre la república, encontrada en fecha tan tardía como 1819. Y sin embargo es preciso mencionarla por los razonamientos que en ella despliega el propio autor sobre su compromiso político.

A través de su alter ego en aquella obra, Escipión Emiliano, Cicerón desmonta uno por uno los argumentos tradicionales que se suelen esgrimir contra la implicación en política. Genera mucho trabajo, dicen; pero ligera es la carga para un espíritu activo y prudente. Conlleva grandes riesgos, incluso para la vida, temen; pero mejor, y de largo más emocionante, morir buscando perfeccionar la patria con tu pedacito de gloria que ser consumido por la vejez, solo, olvidado y arrugado en un rincón. Mejor no saltar a la arena pública, murmuran, pues enseguida la ingratitud, las injurias, las calumnias; pero quienes son honestos te apoyarán y, finalmente, la verdad prevalecerá.

Al calor de la crisis de la representación política, del desgarro de los viejos corsés de los partidos y del descrédito de los medios de comunicación tradicionales, nuevos políticos, con perfiles hasta hace poco inéditos, aparecen en la escena pública. Inevitablemente muchos se harán preguntas cercanas a las formuladas por Cicerón. ¿Tendré tiempo para la familia? ¿Se resentirá mi prestigio? ¿Por dónde me atacarán? ¿Aguantaré el ritmo, la presión? ¿Seré vetado o perseguido en mi trabajo? ¿Podré volver a mi vida profesional anterior? Y peor aún, dado el desprestigio actual de la política: ¿me confundirán con un oportunista, con un malvado?

A Cicerón le preocupaba que se comprendiera la política como el ámbito propicio para que florecieran los espíritus menos escrupulosos. Un espacio recorrido por ambiciones insaciables, por almas permanentemente vacías como el agujereado tonel del Gorgias platónico, donde a cada rato había que correr por agua para no perecer. Todo en esta depresiva visión parece dominarlo una ansiedad cotidiana que se hace con las entrañas, mientras los cuchillos de innúmeros enemigos, reales e imaginados, silban amenazantes alrededor.

No, la política podía llegar a ser algo más noble que todo esto, pensaba el romano.

León Battista Alberti afirmaba, ya en el Renacimiento, que al hombre de Estado le consumían aquel tipo de inquietudes persecutorias. Thomas Hobbes más adelante lo achacaría a la vanidad, ese ánimo por la preeminencia hasta en lo más pequeño que conducía al enfrentamiento e instalaba la desconfianza por doquier. Precisamente para evitar que la república cayera en poder de los malvados y los peligrosos narcisos, concluía Cicerón, había que dar ese salto a lo público. Pero, ¿qué antídotos llevar a tan incierta aventura? ¿cómo no sucumbir a pasiones tan humanas? Seguramente en estos autores también resonaban las palabras de Aristóteles en Política: ambicionar en exceso un cargo es tan perjudicial para la ciudad como rehuirlo.

En las ciudades italianas del primer humanismo se intentó otra política. Así lo cuenta en nuestros días Maurizio Viroli: hubo un tiempo en que la política republicana, aquella en la que lo honestum se imponía a lo útil, fue posible. La palabra retornaba al centro de la política mientras, a la vez, se apartaban desde la poesía y la música profanas aquellas telarañas eclesiásticas que oprimían el corazón. Un sinfín de oportunidades se presentaban para participar directamente en un mundo laico en expansión. El respeto hacia la reflexión ética, la búsqueda de la virtud, guiaba esta empresa.

No fue posible sin embargo recuperar la democracia clásica, seguramente porque nunca se pretendió.

Los cancilleres humanistas, privilegiados de su tiempo, aunaban poder político y cultural. Eran así, también, eruditos que se dedicaban a buscar obras antiguas en monasterios perdidos europeos. Es el caso paradigmático de Poggio Bracciolini, cuya recuperación de manuscritos perdidos resultó crucial. A figuras como esta debemos el poder disfrutar hoy de las obras de Quintiliano, de Lucrecio y varios discursos de Cicerón. El reto de una retórica plena de contenido ético y político —no como la vaciada y ornamental que nos legó la modernidad—, el monumental desafío de Lucrecio a los dogmas religiosos o el propio ejemplo de Cicerón para unos humanistas que se lanzaron a tratar de acompasar su vida de estudio y escritura a una carrera política apasionante, supusieron entonces cambios trascendentales.

Sin embargo en las ciudades del Renacimiento, junto a príncipes poderosos y familias aún feudales, a lo más que aspiraron estos cultivados cancilleres fue a que la palabra frenase tímidamente el vuelo de las conjuras y las dagas. No se les pasó por la cabeza aquello del reparto equitativo del poder entre la población, de la participación activa de todos más allá de las clases pudientes y los varones. Escribían a los príncipes para influir, trabajaban a menudo para oligarquías de facto y así, en realidad, la república de las letras nunca traspasó los límites de una reducida élite político-cultural.

Los sorteos y elecciones restringidas, las magistraturas pacificadoras como la del podestà, significaron modos inteligentes de arbitraje entre las disputas que desangraban sus ciudades. Se aspiraba a restaurar la política como ciencia del buen gobierno y del bien decir, como rectora del resto de las ciencias. Y poco a poco, de pensar las virtudes clásicas únicamente en torno al gobernante se pasó a repensarlas para el ciudadano, lo que fue otro gran avance: templanza, prudencia, fortaleza, justicia, magnanimidad… y como telón de fondo la diosa Fortuna desplazando al Dios providente de los cristianos.

Sí, el republicanismo de los humanistas supuso un giro importante. Estamos en la época de las grandes transformaciones y rupturas. Si nos preocupamos por 'el bien decir' es que estamos otorgando a la palabra un lugar central en nuestra concepción de la política. Sin embargo, como avanzaba, las posibilidades que abría la política republicana no pudieron ser aprovechadas del todo.

Pronto aparecería en aquellos entornos oligárquicos la 'nueva política de la época', la llamada razón de Estado, que barrería de un plumazo las pretensiones ciceronianas de un acceso honesto al mundo político. Pero eso es ya otra historia.

Cicerón nos sirve de momento para acompañar y proteger a quienes deciden mejorar la comunidad política tratando de reivindicar la honestidad frente a una visión cada vez más sórdida y descreída de la política, frente al gobierno de los corruptos. Nos permite ser capaces de elogiar la vida política activa en el siglo XXI sin aceptar el pragmatismo de la razón de Estado, con un acento ético fundamental.

Asumamos a la vez que el modelo de la élite cultural del Renacimiento no es aceptable, reconozcamos la inequidad de altavoces en el espacio público, el poder que suponen. Y aceptemos lo inevitable de tomar partido, incluso al callar. Reflexionemos sobre esta etapa que queremos dejar atrás, de desfachatez intelectual y académica, de redes de poder endogámicas en medios y universidades, de tribunas apartidistas que ayudan a sostener un régimen injusto. Pensemos si la libertad, la independencia, es compatible con lo que exigen los nuevos medios o con la implicación política directa en movimientos sociales, también en partidos. Si estos son capaces al fin de albergar la libertad de pensamiento y la pluralidad o seguiremos como hasta ahora. Pensemos en cómo hacer frente a las amenazas de acartonamiento y domesticación de las líneas políticas, de los argumentarios, de la táctica.

El objetivo primordial de un modelo de cultura popular y democrática abierto a todas y todos habría de ser la consecución de que las ciudadanas y ciudadanos sean quienes piensen críticamente y de forma autónoma, creando y haciendo política, enriqueciendo su alma con reflexiones intemporales a la vez que volcando directamente sus experiencias de vida, sin vanguardias mediadoras. La recuperación de las Humanidades, de la Filosofía, la conciencia de la necesidad de quitar toda barrera de acceso económico a la Educación Superior, va en esa línea. Acontecimientos como el 15-M mostraron por otra parte los amplios horizontes que ofrece la inteligencia colectiva.

La democracia es el régimen que desconfía de los expertos, de los filósofos reyes, de las élites culturales o científicas. Sabemos que estas se dan, actúan, también incluso a veces lo hacen paradójicamente a favor de la democracia. Pensemos en cómo atenuar esta inequidad de voces en lo público, en cómo facilitar un acceso independiente a las tribunas. Humildad y coraje intelectual, tanto para participar como para imaginar y proponer, para saber también echarse a un lado y aprender a escuchar.

Ahí creo que residen algunas de las claves a explorar.

(Espacio Público)