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Intelectuales: un recurso social indispensable (Marina Subirats)

Socióloga, política y filósofa

Habiendo sido profesionalmente profesora universitaria e investigadora, pero habiendo también estado, por azares biográficos, durante diez años en cargos de responsabilidad política, le he dado bastantes vueltas al tema de las diferencias y discrepancias entre ambas posiciones públicas. Recuerdo que, al comenzar a ejercer un cargo político, tenía la impresión física de usar una parte de mi cerebro distinta de la habitual, y de dejar la de profesora en barbecho.

¿No usan el cerebro los políticos? Por supuesto que sí, pero no de la misma manera. En tanto que, como intelectual, mi método de trabajo era informarme, leer, pensar, estructurar una idea, madurarla, considerarla bajo diversos puntos de vista. Un método que requiere tiempo y reflexión, aun en nuestros días caracterizados por las prisas. En tanto que ocupante de un cargo político tenía que tomar rápidamente decisiones sobre cuestiones que no conocía en profundidad y que generalmente tenían cierta trascendencia. Situación que me abocaba a la inseguridad, y que sólo podía aceptar en la medida en que imaginaba que tales decisiones podían mejorar algo de la vida colectiva, por pequeño que fuera.

En épocas de normalidad democrática, las funciones de intelectuales y políticos son ambas necesarias, complementarias y al mismo tiempo totalmente contrapuestas. La función de los intelectuales, especialmente si tienen abiertas las puertas de los medios de comunicación y se dirigen al gran público, es, al mismo tiempo, demasiado cómoda y un tanto antipática; se trata, frente a quienes ejercen la política, de recordar de continuo los principios, los caminos adecuados, de señalar los errores frente a los desvíos introducidos habitualmente por quienes tienen responsabilidades en los asuntos públicos. Una papel de pepito grillo que, en cierto modo, resulta incluso ingenuo para aquellos, acostumbrados a sortear todo tipo de críticas sin inmutarse, que ejercer cargos políticos sólo es posible si se es capaz de un cierto grado de doblez y una piel curtida en la que poco incidan los arañazos retóricos.
Esperamos de los intelectuales claridad en el diagnóstico de las situaciones y, a ser posible, conocimiento suficiente para indicar soluciones correctas frente a los diversos problemas que se plantean. Por usar una metáfora: en el mejor de los casos, el intelectual nos dice donde habría que conducir la barca, nos señala un punto en el horizonte que corresponde al lugar en que los problemas estarían resueltos, teniendo en cuenta las diversas necesidades y posibilidades de cada caso. Pero casi nunca nos habla de cómo conducirla hasta allí, de qué obstáculos aparecerán en el camino. Y, generalmente, esto le basta: no tiene poder real para conducir la barca. De modo que, una vez señalado el lugar en el horizonte, su tarea ha terminado y puede desentenderse de lo que queda por hacer, una tarea “menor”, la de realmente llevar la barca hasta él.

¿Pero que le ocurre a quien está ejerciendo un cargo político? No se encuentra en tierra oteando el horizonte, sino en medio de las olas, y su cometido es que la barca no naufrague y que a ser posible llegue a algún lugar no demasiado desagradable.

¿Qué lugar? Hasta cierto punto carece de importancia, si se consigue evitar el naufragio y un cierto consenso en relación al resultado. Por supuesto que el político ha sido elegido bajo el compromiso de llevar a cabo determinadas acciones, de llevar la barca, por seguir con el símil, al lugar que sus electores desean, porque así lo anunció en su campaña y porque para ello se presentó a la elección. Pero la gran paradoja de la posición del político reside precisamente en este punto: se le eligió con un programa que tuvo un amplio respaldo, pero ello no eliminó a quienes se le oponían; antes al contrario, al ocupar su cargo se comprometió a gobernar para toda la población, o, por lo menos, a no agravar los disensos. Dicho de otro modo, a moverse dentro de la relación de fuerzas de modo tal que no se ponga en peligro la cohesión del conjunto, aunque, al mismo tiempo, deba tratar de satisfacer a quienes lo eligieron sobre la base de sus propuestas. Y eso casi nunca supone navegar por una mar en calma sino más bien moverse siempre en aguas turbulentas.

La condición de no generar o no agravar los conflictos es fundamental para quien ejerce un cargo público y suele predominar sobre la de cumplir su propio programa; ocurre, sin embargo, que ello no puede ser desvelado, porque entonces fallaría la motivación mínima para acudir a votar, para recibir soporte de la población, para generar un cierto entusiasmo. De aquí que el político ocupe realmente una posición contradictoria entre el discurso público y la acción posible, y se vea abocado casi siempre a provocar decepción: no cumplió lo prometido, o, si lo hizo, fue con tantas concesiones que su acción pareció descafeinada. Sólo en situaciones muy especiales, en las que cuenta con una amplia hegemonía y un fuerte consenso respecto de la acción necesaria, la propuesta y la acción posterior tienden a coincidir; pero en estos casos sucede casi siempre que ya se había producido previamente un estado de opinión compartido, y las soluciones a aplicar gozan de un acuerdo amplio. Suelen ser momentos excepcionales que no se dan a menudo en el día a día de un país.

En este sentido, está claro que, lejos de establecer principios razonados, objetivos precisos, quien está en política no puede ser ni voluntariamente explícito ni excesivamente apegado a sus convicciones. Pedir sinceridad e incluso coherencia aparece casi como una obscenidad en la práctica de la política; como me comentaba hace años con visible satisfacción personal una mujer que ejerció un cargo público de cierta relevancia, “he conseguido, durante todos estos años, no expresar nunca mi punto de vista sobre las cuestiones a debate”. Para un intelectual esta posición es totalmente inadmisible, la negación del sentido de su trabajo. Para quien está en política puede llegar a ser un mérito, y lo es más todavía cuando consigue hacer que su opinión coincida exactamente con el consenso al que se ha llegado en cada momento, porque esto indica que ha acabado con todas sus convicciones, listo para reconocer como necesidad cualquier acuerdo que permita seguir adelante minimizando las dificultades.

En situaciones de normalidad, por lo tanto, intelectuales y políticos –y sigo utilizando tales nombres en masculino porque nos hallamos en ámbitos hasta ahora totalmente androcéntricos- son complementarios y ambas figuras son indispensables, aunque, a la vez, difícilmente puedan estar satisfechos unos de otros. A quien ejerce de político le toca justificar que el lugar donde llevó la barca era el mejor posible, cuando realmente llegó donde pudo a fuerza de remar contra viento y marea y sortear toda clase de obstáculos. A quien ejerce de intelectual le toca decir que no era ese el lugar adecuado, sino otro muy distante, y que hay que volver a él si no queremos perder el buen camino. En general, los intelectuales no suelen tener en cuenta los llamados “poderes fácticos”, es decir, las presiones de todo tipo que se ejercen en la vida social y que condicionan totalmente la acción política.

Teóricamente no debiera ser así: somos todos y todas iguales según la ley, y cada persona un voto. Una vez más, esta es la teoría y el lugar al que debiéramos llegar, del que nos separa hoy una inmensa distancia.

Todo ello suele funcionar así en tiempos normales, no en tiempos excepcionales como los que estamos viviendo. Estamos asistiendo, en los últimos tiempos, a la degradación del ámbito de la política, una de cuyas consecuencias consiste en que el intercambio entre los puestos profesionales y los cargos políticos que se había producido habitualmente desde la instauración de la democracia se haya reducido; intelectuales y profesionales tienden a rechazar unos puestos que ya no son vistos como un servicio a la sociedad, sino como dudosas prebendas para enriquecerse que traerán aparejados conflictos de todo tipo. Aceptar hoy un cargo político es casi convertirse en alguien bajo sospecha, que tendrá que dar cuentas de todo tipo de acciones, incluidas las de carácter privado. Estamos en una situación de descomposición ética y democrática aceleradas, producto no sólo de las circunstancias vigentes en España, sino también de los movimientos generados por la globalización con su espiral de acumulación de la riqueza en pocas manos y el crecimiento de las desigualdades que de momento son su consecuencia. La excepcionalidad de este momento supone que el papel de los intelectuales tenga que variar.

No se trata sólo de la función crítica necesaria a toda sociedad, indispensable frente a un discurso público manipulado por intereses múltiples. Se trata hoy, sobre todo, de utilizar todos los recursos disponibles para enfrentarnos a una etapa del capitalismo extremadamente tóxica, que ha tendido a debilitar y anular a todos los actores sociales que podían enfrentarse a ella, comenzando por los gobiernos nacionales, los partidos políticos, su capacidad de acción y su prestigio, y continuando por las organizaciones de la sociedad civil, sindicatos, medios de comunicación y organizaciones de diversos tipos. Hasta de las ONG’s acabamos sospechando. Una forma de capitalismo que está socavando la idea misma de democracia, las bases mismas de la ética y de los derechos humanos. “Sin complejos”, ha sido su lema para demoler gran parte del patrimonio cultural y cívico acumulado desde la Ilustración.

Al mismo tiempo, la herencia ideológica de la izquierda ha sido prácticamente dilapidada, por errores e intereses en los que no voy a entrar aquí. Estamos en una etapa sin precedentes, dada su amplitud mundial, de cambio acelerado y al mismo tiempo de falta de modelos para saber cómo enfrentarnos a una situación de polarización creciente, regida aun por un capitalismo corrosivo y sin ideas suficientes de como deshacernos de él y substituirlo.

Es urgente y necesario hilar un nuevo discurso, fijar nuevas metas, diseñar nuevas formas de relaciones sociales y vida colectiva. De otro modo, prevalece el miedo, la reafirmación de las esencias propias, el rechazo del diferente, la vieja razón de que es mejor que gane el más fuerte y el débil sea eliminado, como camino de progreso de la humanidad. Vieja razón que justifica guerras, matanzas, expolios y destrucciones y que, en este momento, amenaza con acabar con todo si dejamos que prevalezca.
El papel de los intelectuales, justamente ahora, me parece especialmente importante. Son indispensables, aunque no suficientes. Alguien tiene que recordarnos la larga lucha de la humanidad para llegar a la democracia, la capacidad de la mayoría por librarse de abusos y tiranías, por recuperar el sentido ético y solidario de la vida. Necesitamos un intenso trabajo en este aspecto; vemos, a nuestro alrededor europeo, como la desesperación y la ausencia de un liderazgo y un pensamiento de izquierdas está arrastrando a los pueblos hacia una extrema derecha que ya ha destruido Europa en diversas ocasiones. Vemos la dificultad de enfrentarse a ello dada la potencia de los poderes fácticos, y como las calumnias y atropellos de todo tipo contaminan a la opinión pública hasta convencerla de la incapacidad de la acción. Es nuestro trabajo restablecer las verdades, los criterios éticos y las metas políticas indispensables para que la sociedad sepa dónde dirigirse, sepa que puede enderezar el desastroso camino en el que nos vamos encontrado.

Eso espero de los intelectuales, y, especialmente, de las intelectuales, que, tal vez por nuestra reciente llegada a los foros públicos, no podemos aceptar de ningún modo el deterioro y la violencia de una sociedad que se degrada, justamente en el momento histórico en que tantas carencias materiales podrían ser superadas. No ignoro que también los y las intelectuales estamos sometidos a contradicciones múltiples entre nuestros intereses individuales y nuestro papel público, y que tenemos una notoria tendencia al enfrentamiento, la crítica y la autocrítica, convertida a veces en autoflagelación. Pero no están los tiempos para disquisiciones inútiles ni para narcisismos. Intelectuales y profesionales siguen estando entre las fuerzas más sanas y capaces de la sociedad y son, por lo tanto, un recurso indispensable para superar las mortíferas crisis que atravesamos. Estoy segura que, mayoritariamente, constituimos una fuerza que seguirá trabajando en la dirección adecuada y seguirá denunciando los abusos de poder y la necesidad de recuperar un sentido ético y cívico de la vida colectiva.

(Espacio Público)