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Las dificultades de ser crítico (Daniel Innerarity)

Catedrático de Filosofía política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco

A nadie se le oculta que la conciencia crítica pasa actualmente por un mal momento. Son malos tiempos para la crítica porque se prohíbe y reprime, pero también porque muchas veces no se ha hecho bien, con escasa observación y demasiada seguridad.

El peor enemigo de la crítica es la crítica misma mal realizada y concebida con poco sentido crítico. El descrédito de la tradicional figura de los intelectuales ha contribuido decisivamente a que disminuya el ejercicio de la crítica razonada. Pero también corren malos tiempos para la crítica, como para toda forma de negatividad teórica o práctica —transgresión, revolución, desenmascaramiento, revelación, protesta, alternativa, utopía—, por un motivo “contextual”: lo negativo ha sido culturalmente despotenciado. Puede que la crisis de la crítica no se deba a su escasez sino a su presencia irrelevante, que la crítica no pueda ser sino escasa si quiere ser eficaz, y que su generalización cultural termine por neutralizarla.

Muchas de las cosas que suceden en la sociedad contemporánea pueden entenderse por la existencia de una especie de nostalgia de la crítica (en el ámbito teórico) y de la transgresión (en el ámbito práctico). Otras épocas han tenido la gran suerte de contar con la posibilidad de participar en la lucha por sacar a la luz lo escondido (como se entendió a sí misma la Ilustración) o por combatir la doble moral o la hipocresía (desde la lógica revolucionaria a la transmutación de los valores). Era posible criticar o desenmascarar; desde esta atalaya se escribieron, con mayor o menor fortuna, críticas y genealogías, construcciones de la razón y posiciones de la autonomía moral. Hoy, en cambio, las opiniones críticas y las conductas asociadas con la transgresión resultan algo normal, que ni revelan algo oculto, ni provocan o alteran. Donde todo el mundo quiere ser crítico y diferente, la crítica se convierte en la evidencia y la diferencia se convierte en normalidad. Es tremendamente difícil ser crítico y heterodoxo cuando lo que todo el mundo quiere es, precisamente, ser crítico y heterodoxo, o sea, creativo, distinto y original. La crítica obligatoria y ubiquitaria se arruina a sí misma como dispositivo de denuncia y transformación social.
El comportamiento disidente ha sido tradicionalmente un valor de negatividad; la disconformidad es ahora un valor positivo. La anomalía es la conformidad. La distinción entre ortodoxia y heterodoxia hace tiempo que se ha quebrado y cualquiera desea hoy ser anticonvencional, heterodoxo. El discurso acerca del valor de la innovación es ya desde hace tiempo cosa de burócratas. Quizás sea ésta una de las explicaciones de la tremenda penuria con que se formula la crítica en la sociedad actual y de la escasa rivalidad que tienen los poderosos. El sistema aprende mejor que sus críticos.

Los sistemas se hacen inmunes frente a la crítica asumiéndola. No hay nada mejor para neutralizar una rebelión desde el poder que ponerse de su parte. Quien se manifieste contra alguien ha de contar hoy con que los destinatarios de la protesta van a declararse solidarios con ella. Podríamos afirmar que el poder de un sistema es completo cuando consigue introducir la negación del sistema en el sistema mismo. Nuestra sociedad le debe su flexibilidad a los críticos, que ya no ponen nada en peligro. Los medios de comunicación cuidan de la desviación, alimentan la inquietud de la sociedad, o sea, su disposición al conformismo. De este modo, cuando la subversión es la corriente dominante, el mainstream, puede uno encontrarse con revolucionarios nadando a favor de la corriente, personas que hablan en los medios de comunicación contra los medios de comunicación, rutinas que se presentan como rupturas de la tradición, protestas que únicamente satisfacen el gozo de la indignación. Lo underground está introducido en el mainstream. La economía se escenifica éticamente; el marketing se alía con la subcultura; la crítica social está subvencionada por instituciones que deberían temblar ante la crítica... Todos estos fenómenos tienen la misma estructura: la negación del sistema es introducida en el mismo sistema que de este modo se hace inatacable. Something in the system jumps out and acts on the system, as if it were outside the system (Hofstadter).

Para desbrozar inicialmente este escenario en el que se hace tan costoso reconocer la buena crítica quisiera referirme a tres estereotipos de crítica intelectual que, o no lo son propiamente, o ejercen la crítica de un modo que me parece poco radical, en ocasiones incluso pese a su patetismo. Porque la eficacia de la crítica tiene poco que ver con la radicalidad de sus formulaciones y mucho menos con el convencimiento por parte de quien la formula de estar poniendo en apuros al sistema criticado. La eficacia de la crítica no está en función del convencimiento de quien la formula o de la radicalidad gestual. Cabría agrupar estas figuras en los modelos de falta de atención, falta de distancia y falta de teoría, con sus correspondientes distracción, inmediatez y activismo. Sus respectivas carencias nos irán dibujando el perfil más incisivo y radical de la crítica.

En primer lugar, no es una buena crítica la que no resulta de una atención hacia la realidad, lo que generalmente se ha venido llevando a cabo desde una actitud intelectual que se desentiende de la complejidad de lo real. Hay un tipo de crítica que surge de la simplicidad y que explica por qué al intelectual se le asocia frecuentemente con el diletantismo y la incompetencia técnica.

La radicalidad crítica suele venir acompañada de radicalidad moral, tanto mayor cuanto menos se ha enterado el crítico de los verdaderos términos del problema. Una crítica de este estilo no se hace cargo del dinamismo de los asuntos sociales, técnicos o científicos a los que divisa desde una distancia que la condena a ser irrelevante o a hacer el ridículo. Suele tratarse a veces de malos críticos con una buena teoría o con una teoría poco receptiva hacia las sugerencias de la realidad. Como decía Simmel, el compromiso moral sin el don de la observación termina frecuentemente en el enardecimiento estéril, en la típica indignación inofensiva. A los intelectuales que ejercen este tipo de crítica parece que la sociedad se les ha vuelto extraña, que tienen dificultades para reconocerse en ella y se aferran a fórmulas de rechazo absoluto que no son más que el reverso de su incapacidad para comprender la nueva lógica social. Y atención significa también disposición a combatir el propio prejuicio, sensibilidad hacia aquellos aspectos de la realidad que no se dejan encajar en nuestras teorías. La atención comienza teniendo en cuenta que hay cegueras inducidas por las propias teorías e incluso por la disposición crítica.

La actividad crítica intelectual debería, en segundo lugar, distinguirse cuidadosamente de la agitación polémica diaria tan característica de un mundo que articula sus discusiones fundamentales en torno a los medios de comunicación y que las encauza y desarrolla de acuerdo con la lógica que éstos imponen. La discusión pública o mediática, aunque en ocasiones resulte tan virulenta, suele discurrir dentro de un marco que apenas discute. Los ejes están trazados de antemano y se aceptan de una manera tan poco crítica como los conceptos de uso corriente. Al opinador habitual le suele faltar la distancia necesaria, no sólo frente a los acontecimientos sino también y principalmente frente a los discursos dominantes. Dicha distancia —aunque sea, como dice Walzer, una cuestión de centímetros— sólo puede cultivarse mediante la reflexión y la teoría.

Ésta puede ser la razón de que no se haya cumplido la previsión de Schumpeter de que las contradicciones del capitalismo aumentarían el número de los intelectuales y su radicalización. Ha ocurrido más bien lo contrario: la opinión pública centra su atención en asuntos políticos que tienen poco que ver con una 'contradicción': temas banales, agitación superficial, oposición ritualizada. Escasea una forma de crítica que examine las premisas públicamente aceptadas a partir de las cuales se describen los problemas.

En tercer lugar, hay un tipo de crítica social y su correspondiente compromiso que, con independencia de su oportunidad, no constituyen propiamente una teoría crítica. Me refiero a las críticas sin teoría de los profetas, los activistas y los militantes de las causas más diversas, cuya heterogeneidad agrupamos bajo el calificativo de lo no gubernamental. El profeta Amós pudo haber resultado muy crítico en su momento pero, como sostiene Walzer, sus denuncias no son un ejemplo de teoría crítica de la sociedad.

El compromiso público de los intelectuales en torno a determinadas causas sociales, valioso la mayor parte de las veces, puede incluso resultar una compensación de su pobreza crítica. La actividad crítica del intelectual no se cumple mediante su adscripción a causas de ese estilo o apoyando públicamente las campañas o protestas que se realicen en nombre de valores, especialmente cuando éstos son difícilmente contestables. La teoría crítica es, antes que nada, una teoría.

El objetivo de la crítica filosófica no es propiamente la ignorancia o el abuso concretos, ni siquiera la impugnación selectiva de las cosas intolerables, sino la reflexión acerca del entramado de condiciones socioculturales en el que se constituyen los juicios y las decisiones que dan lugar a esas situaciones intolerables. La crítica filosófica no se dirige contra acciones concretas o injusticias locales, sino contra las condiciones estructurales de la esfera social. Es indudable que puede hacer lo primero (y en ocasiones será su deber hacerlo), pero su actividad intelectual específica se distingue por lo segundo, por ese momento de universalidad que se contiene en una buena interpretación.

(Espacio Público)