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Nos queda la poesía (Beatriz Gimeno)

Consejera y diputada de Podemos en la Asamblea de Madrid

No he sido capaz de recordar el nombre de un intelectual español de prestigio claro que esté vivo o que no sea muy mayor.

Me refiero a un intelectual influyente, cuya obra sea respetada dentro y fuera de España, dentro y fuera de la Academia y por los medios de comunicación y cuya producción intelectual esté más allá de cualquier duda acerca de su calidad. Tuvimos esa clase de intelectuales, pero la gloria nos duró poco.

Supongo que tiene que ver con nuestra historia. En la modernidad, España pasó de ser un país pobre e inculto, de dueños y campesinos en el siglo XIX, a encarar una lucha titánica por la cultura durante la República; lucha que, como sabemos, se perdió. Y la derrota de la inteligencia supuso exactamente eso. Aun así, hubo durante el franquismo intelectuales renombrados que crearon y pensaron, pero lo que entonces no había era país que les encumbrara a la categoría de grandes conformadores de la opinión pública.
La España postfranquista es un país al que se le notan las costuras de la dictadura, y la transición y la democracia no han dejado de ser sino remiendos de aquel traje. Hace mucho que no hay aquí una universidad de gran prestigio, ni un sistema de educación público del que sentirnos verdaderamente orgullosos. La escuela y la universidad han sido de mayor o menor calidad pero nunca han dejado de estar acosadas por una oligarquía que jamás ha creído en lo público ni en la cultura y que desde el minuto uno ha ido mermando su capacidad y su potencial. Cuando llegó el neoliberalismo para acabar con todo, todo era más bien poco. Los intelectuales españoles con una gran obra, con años de estudio y de cátedra, respetados a derecha e izquierda, esos ya no existen. Lo que existen son opinadores, cuya opinión no es el producto del estudio, ni de la reflexión, ni de un sosegado debate público, tampoco de una obra importante. La opinión es ahora, como todo, un producto de consumo rápido, barato, prescindible pero obligatoriamente excitante en el momento en que es proferida. Ahora llamamos intelectual a un articulista que opina de todo y que aparece en la televisión, o a un escritor que pasa de la obra literaria (buena o mala) a la opinión gracias al apoyo de cualquiera de los grupos empresariales dedicados a la conformación de la opinión pública y que se gana así un buen salario, seguramente mucho mayor que el que ganaría con cualquiera de sus libros. Por lo demás, lo que aquí llamamos ensayo es, muy a menudo, un libro lleno de frases hechas, de opiniones sin contrastar, y sobre todo, liviano. Vivimos en un país con un bajísimo índice de lectura en el que, por el contrario, se publican más libros que en muchos otros. El libro es aquí un producto de consumo más del que su calidad importa nada. Alguien dijo que la caducidad de los libros es la misma que la de un yogur y sí, por ahí andamos. Y no es el neoliberalismo, o no sólo. Basta pasearse por las librerías de Francia, Alemania, Gran Bretaña o Italia para comprobar la diferencia.

No hay grandes intelectuales que sean reconocidos porque no hay universidades de calidad que fomenten el estudio o la investigación social, porque no existe una verdadera crítica literaria, porque la cultura es un producto de consumo más, y porque la vida política en este país es un charco de fango. Y el paralelismo entre la élite intelectual y la élite política me parece evidente. Una gran parte de la clase política (no toda, evidentemente) está formada por personajes mediocres cuyos intereses van desde quienes viven la política como la posibilidad de mantener un buen puesto de trabajo, a los corruptos, que a su vez se dividen entre los delincuentes mafiosos y los que se conforman con las legales puertas giratorias. Los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación que parece premiar a los peores, a los que mejor se mueven en la conspiración permanente, en la fontanería ciega, en el engaño, el pactismo, la falta de principios, y desde luego, la mediocridad intelectual.

Entre la élite intelectual ocurre a menudo lo mismo, que los más favorecidos son los vendedores de ideas baratas que sólo buscan el aplauso del público más amplio posible. Cuando Sánchez Cuenca afirma que los intelectuales españoles sienten que no tienen que rendir cuentas a nadie, que todo, absolutamente todo se puede decir desde la más completa impunidad tiene razón, y eso está relacionado con una vida política en la que la corrupción, la mediocridad o la bajeza moral no pasan factura y, en definitiva, con una base social que solo aspira al triunfo entendido este en términos monetarios tal y como impone la razón neoliberal que nos gobierna.

La crisis absoluta de legitimidad y de ética que impera en la política atañe por supuesto a los llamados intelectuales que se han convertido en el trasunto de esos políticos; personajes que nadan en el mundo de la cultura entendida esta en términos absolutamente utilitarios en el que lo que importa es publicar más, ganar más, participar en más debates políticos o de cualquier tipo…En un mundo sin seguridades en el que no se reconoce al pensamiento o a la cultura ningún valor, en un mundo en el que hace cada vez más frío, mucho frío, mucho más de lo que nadie que no haya estado a la intemperie pueda imaginar… ¿por qué iban los intelectuales a ser muy diferentes? ¿Quién quiere ser el faro intelectual de una generación precaria y sin futuro pudiendo ser rico? Cuando el 15M impugnó la legitimidad de la política actual, cuando impugnó el marco, impugnó también la mediocridad de la vida social y cultural en la que se nos obliga a movernos.

El 15-M dijo cosas verdaderas en un alarde de creatividad, originalidad y verdad. Pero de la misma manera que el 15-M se diluyó, en parte, en políticos o en partidos que poco a poco puede que se vean obligados a convertirse en aquello de lo que abominaban, lo mismo pasa con las ideas. Se venden slogans, ideas simples, ideas que cabalgan sobre mentiras que nadie comprueba, que nadie impugna, que pasan por verdades. Si todo el mundo sabe que los políticos no dicen ninguna verdad porque con la verdad no se ganan elecciones, la mayoría de los intelectuales orgánicos se limitan, por lo mismo, a opinar sin poner en cuestión nada de lo importante. La verdad, la búsqueda de la misma, ha desaparecido del horizonte y los conformadores de la opinión participan del juego de la simulación. Lo que importa es ceñirse a unas reglas que se aceptan sin impugnación alguna. No es sólo la austeridad o la política económica, el capitalismo o la moderación salarial. Toda palabra dicha ha de estar dentro del marco de referencia impuesto o se considerara inmediatamente escandalosa y, por tanto, inmediatamente reprochable. Quienes pretendan hablar desde fuera de ese marco serán inmediatamente confinados fuera del sistema y, desde ahí, excluidos de cualquier ventaja personal. No medrarán en los partidos, no medrarán en los medios, no venderán nada.

El capitalismo no es sólo un sistema económico, sino también una razón y como tal ocupa y coloniza los espacios culturales en los que antes se podía expresar el pensamiento. Los espacios para expresar un pensamiento original o crítico son cada vez más reducidos; eso se deja para los márgenes. Aquí, un verdadero intelectual, un estudioso de pensamiento original y valioso, uno que no escriba columnas en los periódicos, uno que no venda su pensamiento opinando de todo, de lo que sabe y de lo que no; uno o una cuyos libros no puedan venderse por miles, no gozará de ningún reconocimiento social ni mediático, mucho menos popular. El profesor o profesora cuyas clases se llenan de gente ávida de escucharle, no existe aquí.

Creo que los únicos intelectuales que quedan son los y las poetas, artífices de un arte que no es fácil convertir en un producto de masas, que hay que tejer con el pensamiento y el alma lentamente y que es, por su propia esencia, incorruptible. La única palabra de verdad que nos queda es la poesía. O eso creo.

(Espacio Público)