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Autodeterminación (Antón Costas)

Catedrático de Economía de la Universitat de Barcelona

"¿Qué tienes contra la independencia lograda por caminos legales y democráticos?”, me espetó Ernest Lluch unos meses antes de morir asesinado por ETA el 21 de noviembre del 2000. Habíamos viajado a Estados Unidos en compañía de dos jóvenes profesores –Germà Bel, de mi departamento en la UB, y Javier Usón, discípulo de Lluch en la Universidad de Zaragoza– para visitar a Albert Hirschman en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Estábamos en Nueva York en un restaurante mexicano del bajo Manhattan. Hablábamos de la situación en el País Vasco y del plan Ibarretxe para la independencia. En medio de la discusión, Lluch derivó la pregunta hacia Catalunya, aun cuando en aquel momento no se contemplaba ese escenario.

En los últimos años y meses aquella pregunta de Lluch ha vuelto a mi memoria a la vista de la deriva que ha tomado el proceso político catalán. Observo con una mezcla de interés e inquietud cómo una demanda política ampliamente compartida entre la ciudadanía de hacer una consulta sobre la forma de organizar las re­laciones políticas de ­Catalunya con el Estado ha ido adquiriendo ­rasgos propios de los pro­cesos prerrevolucionarios: clandestinidad, secretismo, purgas políticas de los críticos, cajas de re­sistencia, desobediencia civil.

Este lenguaje me retrotrae a los tiempos del tardofranquismo, de la Caputxinada de 1966 y de la Assemblea de Catalunya de 1971. Con la diferencia fundamental de que las normas y leyes de aquel régimen político fascista no habían sido votadas democráticamente y no existía libertad política. De ahí la demanda manifestada en las calles de “Libertad, amnistía y estatuto de autonomía”.
Pretender atribuir al Estado español actual las características de un régimen político autoritario no es creíble. En los rankings que hacen las organizaciones internacionales dedicadas a evaluar la salud democrática de los países España sale en los primeros lugares. Se comprende el nulo respaldo internacional que tienen los argumentos independentistas. Nadie que viaje a Catalu-nya, y son muchos millones cada año, puede creer que los catalanes vivimos en un régimen político opresivo. Cosa distinta es que existan muchos cientos de miles de ciudadanos que preferirían tener un Estado propio. Es una aspiración política legítima.

El problema con la independencia unilateral no es el choque con el Estado, sino la violencia política que supone para la mayoría de los ciudadanos catalanes que no son independentistas. Los partidarios honestos de la independencia, que son muchos, tienen que admitir que, al menos hasta ahora, no constituyen una mayoría suficiente. Las elecciones autonómicas del 2015, convocadas en clave plebiscitaria, no dieron mayoría de votos a favor de ese proyecto político. Y la mayoría de los votos no puede ser sustituida por mayorías parlamentarias.

Al seguir adelante sin contar con apoyo social mayoritario, los independentistas se obligan a adoptar planteamientos minoritarios, propios de los revolucionarios. La dirección política del proceso se va haciendo elitista, revolucionaria. La revolución no necesita mayorías, sino personas decididas a ir contra el sistema. Tiene que purgar a los tibios. Estos planteamientos son más propios de formaciones antisistema que de lo que fueron históricamente Convergència y la propia ERC.

En algún momento de esta estrecha y ­peligrosa senda que se inició tras las elecciones del 2015 la política catalana tiene que volver a las mayorías y a la democracia. No existe una mayoría independentista. Pero sí hay una mayoría significativa y es­table de votantes que desean expresar su opinión sobre la forma de configurar las relaciones políticas de las instituciones de autogobierno catalán con el Estado.

En el 2006 votamos en un referéndum un Estatut que implicaba más autogobierno. El conflicto partidista y la sentencia del Tribunal Cons­titucional del 2010 frustraron esa aspiración. A esa frustración política se vino a sumar en los años siguientes el malestar social con la crisis económica y las políticas injustas de austeridad. Esa mezcla fue un cóctel explosivo. Hemos perdido una década para el progreso económico y polí­tico. Ahora hay que volver a la senda de la democracia y de las mayorías para lograr un mejor autogobierno.

La ciudadanía moderna implica un esfuerzo extraordinario para combinar libertad de autodeterminación y orden. Los individuos y las organizaciones sociales ejercemos esa autodeterminación dentro de una nación, de acuerdo con unas normas que nosotros mismos votamos. ­Nada impide, como ha señalado el TC, cambiar las reglas constitucionales y legales ­para mejorar ese autogobierno. Pero hemos de hacerlo combinando el principio democrático de autodeterminación con el principio de legalidad del Estado de derecho. Nos va en ello la existencia de una sociedad civilizada.

(La Vanguardia)