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El socialismo o cómo invertir la herencia (Brais Fernández)

Redactor de 'Viento Sur' y miembro de Anticapitalistas

Quizás para tener un debate en torno a la cuestión del socialismo tendríamos que aclarar la polisemia de la palabra. Para la mayoría de la gente, socialismo es un concepto frío, que no va asociado a una experiencia emancipadora real. En el peor de los casos, se asocia a los exabruptos de los dirigentes del PSOE, que apelan al socialismo como una identidad partidaria con la que cada vez menos gente se identifica. En otros casos, por desgracia, se asocia a aquella distopía totalitaria en la que acabó convirtiéndose el socialismo soviético. Sin embargo, creo que hay algunas razones por las que merece la pena seguir reivindicando el término, siempre con reservas y distancias con los dos ejemplos mencionados.

En dos países del centro capitalista como son EEUU y Gran Bretaña, el socialismo ha vuelto al primer plano revitalizado por figuras veteranas como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn, en una de esas curiosas piruetas de la historia en donde las ansias de algo nuevo se expresan a través de algo ya conocido, pero aparentemente olvidado. Quizás Walter Benjamin no andaba tan desencaminado cuando insinuaba que toda generación nueva que entra en la lucha trata de resolver las cuitas que no pudieron resolver las generaciones anteriores. Por otro lado, siguiendo a Tronti, “queda una herencia que invertir en nuevas luchas, en nuevas formas de organización, en nuevas experiencias de movimiento”. Esa herencia sigue siendo un capital muy valioso para trazar un horizonte diferente al que nos ofrece el sistema capitalista. Creo que la profunda crisis de imaginación de todos los proyectos políticos progresistas se refleja precisamente en que son progresistas: son incapaces de pensar más allá del capitalismo. Esto no quiere decir que no aporten nada nuevo. Aportan y mucho, pero siguen lastrados por esa profunda derrota histórica del horizonte socialista, lo que les lleva a comprimir su estrategia a un eslogan: todo es posible, menos superar al capitalismo.
Karl Marx, en uno de los textos fundadores del socialismo moderno, en aquel manifiesto con el que nació la Primera Internacional, decía que la emancipación de los trabajadores y las trabajadoras sería obra de ellos mismos. Sin embargo, a lo largo del siglo XX se produjo un desplazamiento curioso. Los dos socialismos oficiales del siglo XX desplazaron el centro del sujeto que proponía Marx de los explotados a los Estados. La socialdemocracia lo fio todo a la conquista del Estado liberal, creyendo de forma fanática que la ampliación de derechos pasaba por la integración de la clase obrera en el Estado. Durante los 30 años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial esa dialéctica entre un movimiento obrero organizado y un horizonte reformista tuvo efectos reales en las clases trabajadoras, aunque ninguno sobre el socialismo. Por otro lado, los partidos comunistas oficiales creyeron fervientemente que el Estado salido de la revolución obrera y campesina rusa era automáticamente el Estado de los obreros. Lenin y Trotsky (y también algunos comunistas de izquierda ajenos a la III Internacional) , que eran un poco más lúcidos que la mayoría de sus epígonos, intuyeron que, después de la guerra civil rusa, los soviets, ese contra-estado surgido de la espontaneidad popular, habían sido aniquilados y que lo que resurgía era el estado zarista con formas rojas.

El drama-farsa posterior es del todo conocido: la crisis del capitalismo keynesiano exigió la mutación de la socialdemocracia al neoliberalismo, sacrificio acatado con disciplina por sus líderes a cambio de entrar cómodamente en los consejos de administración de las multinacionales. Por otro lado, los viejos PC asistieron desconcertados: la burocracia soviética a la que habían defendido frente a todos los izquierdistas, de repente, se convertía en una red de plutócratas autoritarios estilo Putin. Algunos todavía no han despertado del sueño.

Las ideas de la izquierda siguen atrapadas en el mantra del sujeto-Estado. Las concepciones republicanas del socialismo siguen pensando que la construcción de la democracia pasa por que el Estado conquiste cada vez más espacios de la sociedad civil y los libere de la lógica capitalista. Esa creencia fanática en la deidad del Estado (olvidando, por ejemplo, que el neoliberalismo no es la vuelta al viejo liberalismo del estado mínimo, sino la conquista del Estado por la lógica de la mercancía) reduce el socialismo a una gestión diferente de los marcos actualmente existentes, percibiéndolos como inamovibles y eternos. Sin embargo, frente a la impotencia de la vieja/nueva izquierda podemos reactualizar la estrategia gramsciana de la guerra de posiciones como algo que se construye de forma permanente sobre dos concepciones. Por una parte, un ataque guerrillero al concepto de representación. No se trata simplemente de radicalizar la democracia, se trata de fundar un concepto de democracia completamente nuevo, que subvierta, como decía Gramsci, la propia existencia de la relación entre dirigentes y dirigidos. En ese sentido, no estaría de más recordar que el socialismo tiene poco que ver con el recambio de élites o la construcción de una nueva clase política más justa, joven y preparada (aunque no se sepa si están preparados para algo más que constituirse como colectivo), con sus diferentes posiciones e identidades, pero con los mismos intereses, sino más bien en que las clases subalternas se conviertan en clases dirigentes. Tarea compleja, que solo puede pasar por la conquista del poder real. Sin conquistar lo que Marx llamó “secreto” del poder, las estructuras económicas y de propiedad, cualquier cambio democrático será temporal y limitado. Mientras que la concepción liberal de la democracia se basa en una profunda desigualdad social combinada con la igualdad formal (expresada en aquella famosa metáfora de Anatole France que recordaba que “la ley prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan”), una concepción socialista debería aspirar a que la igualdad social fuese la base de todas las relaciones entre las personas.

¿Y la receta? No se esperen una acabada. Pensar una democracia de los comunes (por buscar una nueva forma de “traducir” el término socialista) debería ser un ejercicio profundamente utópico. No en el sentido de irrealizable, sino que active la capacidad de imaginar un modelo diferente de sociedad, que motive a luchar de forma sostenida y prolongada en el tiempo a “los millones” que pueden cambiar el mundo de base. Sin trabajar desde lo cotidiano con ese horizonte regulador, todas las luchas y esfuerzos de hoy servirán quizás para lograr algunas conquistas parciales (o ni eso, mirese Grecia) o para conquistar posiciones de poder que mejoren el ego y las condiciones materiales de un segmento de la sociedad. Por otro lado, esa fuerza utópica, imaginativa, tiene que ir acompañada de potencia real, social, capaz no solo de soñar con el poder, sino de conquistarlo. Y ahí toca luchar, crear, utilizar todos los frentes: elecciones, medios de comunicación, parlamentos, calles. Pero que nadie se haga ilusiones: sin contrapoderes estables, capaces de conquistar posiciones en la sociedad civil, de ir arrinconando al Estado y de ir transfiriendo el poder real a la gente trabajadora, sin crear una institucionalidad nueva, el sueño del cambio se reducirá a un sueño.

Dudo que la revolución anticapitalista del siglo XXI se haga bajo la bandera del socialismo que tanto obsesionaba a los viejos marxistas, pero tengo bastante claro que no se hará sin esa herencia, sin conquistar un terreno y un horizonte radicalmente diferente al dominante. Puede que se hagan otras cosas: nuevas caras, nuevos gestos, nuevas falsas divisiones ideológicas dentro de los mismos intereses. La única forma que se me ocurre para retomar la tarea socialista sin caer en la nostalgia ni en el cinismo es trabajar por descubrir, desarrollar y construir lo que Alain Badiou llamaba invariantes comunistas: esos elementos constantemente regenerados en los procesos donde la gente de abajo irrumpe en la historia: formulaciones igualitarias, antipropietarias y antiestatales. Por ejemplo, construir contrapoderes como la PAH, en todos los espacios de la vida social.

(Espacio Público)