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Irak y la conciencia (Igor Barrenetxea Marañón)

Irak es un Estado, pero no un país cohesionado, en el que la rivalidad étnica ha llevado a un fanatismo endémico. La derrota del Estado Islámico no ha acabado con eso

La capital del autoproclamado Estado Islámico, por fin, ha caído. Meses de sangrienta lucha han dado lugar al final de la ciudad más emblemática de los integristas, donde Al-Bagdadi reveló al mundo, el 29 de julio de 2014, el restablecimiento del Califato. El proceso hasta la consecución de su derrota ha sido complejo y las secuelas profundas. Ahora, queda suponer que Irak habrá sabido aprender de buena parte de sus errores y encauzar el futuro devenir que le aguarda, pero es difícil pronosticarlo. Irak es un Estado, pero no un país cohesionado; kurdos, chiíes y suníes componen la mayoría de la población, donde prima más la etnia de pertenencia y la adscripción religiosa que el que sean ciudadanos de un mismo territorio.

Aproximadamente, el 20% son suníes y el 60% chiíes. Tras la caída de la dictadura de Saddam Hussein, los chiíes que ocuparon los cargos del gobierno impulsaron una política sectaria. Eso favoreció el surgimiento y consolidación del Estado Islámico en las regiones de mayoría suní. Cuando las aguerridas milicias yihadistas entraron en los pueblos, eran recibidos con alegría, como libertadores, por el maltrato recibido, pero no se podían imaginar que lo que se les venía encima era mucho peor. La corrupción, la incompetencia y la falta de formación de las nuevas unidades de defensa iraquíes hicieron que las estructuras del poder se desintegraran a su paso rápidamente. Cundió el pánico, las milicias yihadistas controlaban un extenso territorio que ellos gestionaban como si fuese un Estado medieval. Petróleo, secuestros, contrabando de armas y de antigüedades se convirtieron en la base de su nueva economía, amén de imponer, por supuesto, el rigorismo de la sharia y declarar a los chiíes sus enemigos, asesinando y matando sin piedad, esclavizando a otras etnias o corrientes religiosas.

- La brutal realidad del EI.

El EI se expandió hacia Siria e, incluso ante sus éxitos, otros grupos se afiliaron al mismo, desde Libia a Europa. La imagen cruel y triunfal, a la vez, que supo granjearse en las redes sociales, atrajo a miles de voluntarios que, pronto, engrosaron sus ejércitos, incluso sedujo a mujeres que fueron allí a convertirse en esposas de mártires. No sabían lo que hacían ni lo que les aguardaba... Porque tras su fachada religiosa pura y altruista, había un paraje frío, despótico y deshumanizado. La población suní, que había recibido, al principio, con entusiasmo a las milicias, pensando con ingenuidad que traerían consigo una época de prosperidad y seguridad, no fue consciente de lo que se les venía encima. Como todo totalitarismo, este con su carácter religioso, impulsó con celo y furibundo rigor sus obsesivas y rígidas normas.
Para los hombres era obligatoria la barba, se les prohibía jugar a cartas o se les imponían sanciones por mil y otros aspectos que restringían su vida cotidiana hasta la más absoluta opresión. La mujer volvía a convertirse en un objeto. No solo hacía falta ser simpatizante del EI y suní, sino además tener que aceptar sus imposiciones a riesgo de acabar torturado, pagar multas, recibir severos castigos o bien desaparecer… la arbitrariedad se adueñó de Mosul, no había posibilidad de protesta, moción y, ante todo, de dialogar con las nuevas autoridades que eran las que monopolizaban con brutalidad todo el orden social e institucional. Los combatientes obraban a su antojo. Podían aparecer en un inmueble y apropiarse de lo que quisieran en nombre de Alá. El mundo anterior era malo, pero con los yihadistas se ensombreció. Cuando las tropas de Al-Bagdadi entraron en Mosul fueron apoyadas por la mayoría de la población; con su salida y huida, ni el 3% siente simpatía por ellos.

Los duros combates y los destrozos que han ocasionado los propios yihadistas en su derrota como la destrucción de la emblemática mezquita de Al Nuri, donde Al-Bagdadi proclamó el Califato, ha mostrado su terco nihilismo. No querían que cayese en manos de los infieles; si no era de ellos, tampoco para nadie. Ese es el símbolo que mejor los describe: su afán destructivo. Cuando llegue el fin del EI quedará reconstruir no solo Mosul sino la convivencia en Irak. Los chiíes son la mayoría de un país en el que las distintas facciones están enfrentadas entre sí. El EI ha dejado hondas huellas que cicatrizar, los sacrificios hechos por las unidades militares iraquíes no han de malograrse estableciendo una política del rencor y la venganza con una población que ya ha sufrido por partida doble.

- Un mal endémico.

Irak, además, se enfrenta a un futuro incierto porque los rescoldos de brasas del yihadismo no se han apagado de forma completa. Puesto que el movimiento no se produjo por generación espontánea sino que es una corriente ideológica, el wahabismo, que tiene sus raíces en una sociedad desencantada y que es alimentado y apoyado de forma singular por Arabia Saudí. Y aunque el EI desaparezca, Al-Qaeda u otras organizaciones recogerán su testigo.

El fanatismo, cuyo origen y pervivencia es complejo, después de todo, es un mal endémico. Surge del enfrentamiento y pugna entre la sociedad tradicional musulmana y la modernidad del siglo XXI, en la contradicción e incapacidad de dotar al conjunto del Islam, en su visión más integrista, una mirada contemporánea donde la democracia, los derechos humanos, las libertades, el respeto y la pluralidad promuevan unos fundamentos más abiertos y flexibles. Irak encara una realidad llena de peligros y dificultades, pero de saberla encauzar bien puede servir de modelo para el impulso de políticas de conciliación y reconocimiento, que guíe, después de todo, a los iraquíes y otros países que comporten un modelo parecido, hacia una ciudadanía común, abierta y compartida. Es una tarea inmensa y ardua, por supuesto, porque no hay una base política ni social madura, como en Occidente, porque sus idiosincrasias son diferentes y habrán de elaborar sus propias estrategias hasta lograr lo que Europa tardó en configurar tras dos devastadoras guerras mundiales: una plena conciencia de la dignidad humana.

(Deia)