Roger Senserrich es politólogo. Actualmente reside en Connecticut, donde ejerce como coordinador de programas de CAHS, una ONG que se dedica a combatir la pobreza
De Bolivia a Hong Kong, pasando por Chile o Venezuela, hay un guión común en la protesta global: las esperanzas frustradas por una redistribución de la riqueza más equitativa. Un combate que cobra nuevos bríos en la era de las redes sociales
Algo parece estar moviéndose ahí fuera, pero los motivos para que checos, bolivianos o chilenos se movilicen no tienen nada que ver
Quizás el detonante común de las protestas se encuentre en la modesta ralentización de la economía global en 2019, provocada por la combinación del frenazo chino, la guerra comercial de Trump y una oleada de gobiernos populistas
El pasado 2019 fue un año de protestas a nivel global en una escala que no veíamos desde la Primavera Árabe que se inició en 2010. Hemos visto disturbios en Chile, Hong Kong y Bolivia; protestas masivas en Francia, Kazajistán y la República Checa; revueltas que han acabado con presidentes en Argelia y Omán.
Cada vez que hay una oleada global de protestas siempre hay una cierta inclinación a buscar un hilo común, una explicación compartida que sirva para todos los países. Hay tendencias macroeconómicas en todo el planeta, en la aldea global, que tienen que dar pie a que esto suceda. Si hay una globalización económica, esto debe tener un reflejo en una globalización de la tendencias políticas. Algo está moviéndose ahí fuera. Un fantasma recorre el mundo, o algo parecido.
Es una idea seductora, pero es probablemente errónea. Lo que estamos viendo en Praga (con las mayores manifestaciones desde la caída del muro) se parece a lo que vemos en Hong Kong, Chile, Argentina, Venezuela o Bolivia, en el sentido de que hay un montón de gente en las calles, pero los motivos para que unos y otros se movilicen no tienen nada que ver.
Los checos viven en un país con una democracia funcional, economía sólida, desempleo bajísimo, salarios en aumento y cuentas públicas en superávit, pero salieron a la calle en junio para protestar contra un primer ministro abrumado por los casos de corrupción. En Hong Kong, en cambio, los manifestantes protestan en contra de los intentos del Gobierno chino de restringir las libertades políticas en la ciudad. Las protestas en Chile, un país con una democracia normal y una economía muy sólida para lo que se estila en la región, no van sobre democracia o corrupción (al menos no de inicio), sino sobre desigualdades. Bolivia ha vivido unas elecciones, como mínimo sospechosas, en las que un presidente que en teoría no podía presentarse salió reelegido, tras lo cual tuvo lugar un golpe de Estado para deponerle inmediatamente después.
Es muy difícil decir que las causas detrás de la corrupción en la República Checa son las mismas que la extraña reelección de Evo Morales, o que la voluntad del régimen chino de restringir libertades en Hong Kong tiene algo que ver con una revuelta que empiza con una subida del precio de los billetes del metro de Santiago de Chile. Es más, resulta muy probable que no tengan demasiado que ver.
Esto no quiere decir, sin embargo, que no guarden ciertas similitudes entre ellas o que sean totalmente independientes enre sí. Aunque las causas detrás de cada una de las protestas de esta oleada de conflictos sociales en 2019 sean particulares a cada país (quizás con alguna particularidad regional), los mecanismos que llevan a la gente a salir a la calle son seguramente bastante parecidos.
- Un patrón común.
Tomemos el caso boliviano como punto de partida. Desde el día de su independencia, Bolivia había sido vista por muchos como el 'caso perdido' de América Latina: un país pobre, mal gobernado, peor administrado y crónicamente inestable. Cuando Evo Morales fue elegido presidente en 2005, muchos esperaban una vuelta más al eterno ciclo de presidentes populistas y golpes de Estado del país. Morales, sin embargo, resultó ser un gestor competente y un político hábil. En vez de caer en las trampas habituales de muchos de sus antecesores en la región, Morales combinó una decidida apuesta por políticas redistributivas con una gestión macroeconómica extremadamente cautelosa. Su nacionalización del gas fue acompañada de una actitud prudente, casi conservadora; el gobierno no se endeudó, no gastó más de la cuenta y mantuvo una férrea disciplina monetaria. En otras palabras: por primera vez en décadas, Bolivia tenía un gobierno que funcionaba. La pobreza cayó en picado. El país sobrevivió a la gran recesión sin grandes problemas. Bolivia reconoció y apoyó la causa de los pueblos indígenas, impulsó políticas sociales efectivas, y lo hizo sin cargarse su balanza de pagos, sufrir un descontrol presupuestario o comerse uno de los típicos episodios de hiperinflación de la región. En vez de ser un país eternamente sumido en el caos, los bolivianos tenían al final la esperanza de un futuro mejor.
Hasta que las elecciones de 2019, tras dos años de gobierno cada vez más errático y decisiones judiciales cuestionables empezaran a erosionar la popularidad de Morales. El (probable) pucherazo electoral y el golpe de Estado posterior para echarle representan un súbito y dramático cambio de tendencia respecto a los años precedentes. Los problemas de Bolivia en 2019 son mucho menores que en 2004, pero las expectavias de sus residentes eran completamente diferentes.
Muchas de las revueltas de 2019 siguen este patrón común. Un país, comunidad o grupo social vive un período de prosperidad lo suficientemente largo como para hacer que sean optimistas ante su futuro. Sin embargo, un elemento externo (sea una crisis económica, un político deshonesto o problemas financieros) hace que las cosas vayan peor de lo esperado. El repentino cambio de expectativas sirve para alimentar el descontento, y provocar protestas.
- Eco internacional.
La idea de que el origen de las revoluciones proviene no de privaciones materiales o crisis políticas sino de expectativas no cumplidas es antigua. Tocqueville habla sobre cómo las regiones de mayor fervor revolucionario de Francia eran las que más habían prosperado en los años previos a la Revolución, no las más pobres.
Las revoluciones de expectativas crecientes explican la paradoja sobre por qué muchos de los regímenes más tristes, brutales e incompetentes de la tierra son a menudo más estables que lugares que están relativamente bien gobernados. El motivo de que los venezolanos protesten hoy menos que los chilenos no es que estén más contentos con su sistema político, sino que se han acostumbrado a que su país sea un desastre sin expectativas de futuro.
Sin embargo, aunque los disturbios de 2019 tienen probablemente causas diferentes según el país, también puede que tengan un detonante común. La economía global ha sufrido una ralentización modesta, pero casi generalizada, en 2019, con las tasas de crecimiento más bajas desde 2010. Una combinación del frenazo económico chino, la guerra comercial de Trump y una nueva oleada de gobiernos populistas están detrás del parón. Para los países que llevaban una década creciendo a buen ritmo porque habían hecho las cosas bien, este giro global les ha colocado en una posición peligrosa.
Estas protestas, por supuesto, no ocurren en el vacío. Las redes sociales han amplificado e intensificado la capacidad de los descontentos para organizarse y movilizar multitudes. Facebook, Twitter, WhatsApp o Instagram son altavoces mucho más poderosos para un activista motivado que cualquier panfleto o sindicato de los tiempos pasados. Las protestas, además, son mucho más visibles no sólo dentro de un país, sino a nivel internacional. Nunca hemos tenido este nivel de acceso a eventos fuera de nuestras fronteras, a menudo con vídeos de primera mano, sin intermediarios periodísticos. La indignación quizás sea por motivos distintos de un país a otro, pero su espíritu sigue siendo contagioso.
El mundo, me temo, continúa siendo un lugar complicado.
(Roger Senserrich, Tinta Libre, enero 2020)