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El laboratorio universal (Ramón Reboiras)

Acostumbrada al confinamiento de los laboratorios, casi nunca reclamada por los medios de comunicación, trabajando en silencio en investigaciones que llevan nombres impresos de la secuencia del ADN o navegando en las redes profundas de las moléculas, la ciencia raramente ocupa ni exige el primer plano de la actualidad. Hasta ahora. La pandemia que desde principios de año sufre el planeta ha puesto a los investigadores bajo los focos. Ningún laboratorio es ahora mismo un lugar tranquilo. Apremia el tiempo. Marcan la hora los Gobiernos. La economía llama a la puerta e incluso, en algunas calles, hay cacerolas y banderas, ruido y furia, contra el estado de alarma y la distancia social. Si a eso añadimos que cada día el mundo amanece con un nuevo remedio milagroso contra el covid-19 -y hasta hay presidentes que se enorgullecen de tomar sustancias infalibles, desde la hidroxicloroquina hasta el detergente-, y que vemos cómo los laboratorios lanzan cantos de sirena a los inversores con un potente antiviral reposicionado en el mercado (Remdesivir) y que los países (de China a Alemania) compiten por la vacuna a falta de Olimpiadas, podemos afirmar que la ciencia vive días de mucha turbulencia. Mientras tanto, los científicos tratan de explicar al mundo, con la máxima cautela, que no poseen las certezas que este reclama y que, al contrario de la predicción meteorológica o los cálculos macroeconómicos, no pueden asegurar la fecha de una vacuna.

No aprendemos de nuestro pasado reciente. Ensordecidos por el debate parlamentario, por la lucha de fases, por el "yo lo vi primero", olvidamos dos secuencias paralelas: de poco han servido experiencias recientes como el ébola o el SARS para que los Gobiernos refuercen líneas de investigación en todo lo relacionado con el estudio de las epidemias y doten de cerebros y de camas, de ventiladores y de sanitarios, a la Salud Pública. Tampoco de nada han servido las recetas neoliberales para sanear el mundo tras la Gran Recesión de 2008: rescatamos con dinero público al sistema financiero, los asesores implantaron por doquier la austeridad y el casino siguió abierto. Esperamos que el funesto ejecicio no se repita ahora con la Gran Reclusión. La memoria es débil y, como afirma en este número David Stuckler, la austeridad mata. Ambas cosas están muy relacionadas. La economía necesita una vacuna y la Sanidad Pública mantener altas las defensas para poder contener cualquier ataque, por inesperado que sea, venga de los virus o de los gobernantes.

Dice la inmunóloga Margarita del Val que es inútil culpar a los chinos, a los Gobiernos, a la OMS o a la oposición, que el problema es el virus, que la culpa solo la tiene el virus. Desde el punto de vista científico, no tiene réplica esa afirmación, pero hay una larga cadena de implicaciones en este mundo global. Gobiernos como el soviético en Chernóbil o el japonés en Fukushima se han puesto una venda en los ojos para no ver las catástrofes (sostiene la historiadora del MIT Kate Brown también en nuestras páginas) y parece una tentación demasiado grande no aflojar la alarma ante la insistencia de la economía en reabrir los mercados. Hay que dejar trabajar a la ciencia y no alimentar falsas esperanzas.
P. D.- El pasado 7 de abril, mientras contábamos 13.798 muertos por el coronavirus, el mundo redujo en un 17% sus emisiones de dióxido de carbono y, en España, en pleno confinamiento, la cifra llegó al 31,9%. ¿Aprenderemos algo o volveremos a las andadas?

(Tinta Libre, junio 2020)