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'Juegos de poder: Elon Musk, Tesla y la apuesta del siglo' (editorial Deusto) de Tim Higgins. La incógnita Tesla

'Juegos de poder: Elon Musk, Tesla y la apuesta del siglo'. Tim Higgins. Deusto. 22,95€. E-book, 10,99€

Tim Higgins narra el camino de Musk hacia el Model 3 y cómo su ego sin control amenaza a la empresa

Los críticos, señala el autor, aún ven muchas fallas en el modelo de negocio de la compañía


Para unos es el Henry Ford de nuestra época. Un visionario. Para otros, es objeto de burlas por sus tuits obsesivos y estrambóticos y sus ensoñaciones sobre la colonización de Marte. Y sin embargo, asegura Tim Higgins, periodista de 'The Wall Street Journal' especialista en las grandes empresas tecnológicas estadounidenses, quizá la maniobra más revolucionaria de Elon Musk (Pretoria, Sudáfrica, 1971) haya sido la más tradicional: el Tesla Model 3. Si los primeros coches eléctricos de Musk parecían juguetitos para ricos que querían mejorar su pedigrí ecologista, apunta Higgins, con el Model 3 ha logrado lo que había imaginado desde inicios del milenio: un coche que compitiera con Ford, Toyota y Volkswagen.

Y que las eclipsara en bolsa: la cotización de Tesla superó en octubre el billón de dólares, más que los cinco gigantes del automóvil juntos, tras recibir un pedido de 100.000 vehículos de la empresa de alquiler Hertz, pero también con la base de su crecimiento en la colosal China a través de su gigafábrica en Shanghai. El mercado señala que el futuro del coche será eléctrico y Tesla será el actor dominante. Y eso que hace tan sólo cuatro años se había asomado a la quiebra, con los inversores en corto apostando en su contra.

Sin duda, convertirse en fabricante de automóviles no es como fundar una app: requiere inversiones físicas milmillonrias y una gran planificación. De hecho, ninguna gran empresa había triunfado en el sector en EE.UU. desde 1925. Y justamente Higgins recorre en el libro 'Juegos de poder: Elon Musk, Tesla y la apuesta del siglo' el camino de riesgo, innovaciones brilantes, fracasos sonados, competencia salvaje y adversarios financieros que han llevado al Model 3. Un éxito en el que, remarca Higgins, la visión, el entusiasmo y la determinación de este sudafricano que marchó a los 17 años a Canadá y luego a EE.UU. -donde primero creó con su hermano Kimbal Zip2 y luego PayPal, con la que generó una fortuna que le llevó a crear SpaceX para resucitar la marchita tecnología espacial- han sido claves para que Musk personifique el coche eléctrico. Eso sí, su ego, paranoia y mezquindad, especialmente con sus trabajadores, amenazan con echarlo todo a perder, subraya el autor, que señala que se le ve cada vez más vulnerable.

Musk quiere llegar a 20 millones de coches anuales en el 2030 -el doble que Volkswagen en el 2019- y eso pasa por un coche eléctrico verdaderamente asequible, no de 35.000 sino de 25.000 dólares, para lo cual debe reducir el coste de las baterías. Ahora se halla en un círculo virtuoso: la euforia por el precio de sus acciones le permite obtener dinero barato que alimenta su crecimiento y sus expectativas. Pero los críticos, dice Higgins, ven aún muchas fallas en el modelo de negocio: la enorme cifra que representan los beneficios por los créditos de emisiones que le compran otras compañías para compensar la contaminación de sus vehículos, la inconsistente calidad de sus coches, los objetivos incumplidos de entregas, las exageradas promesas del Autopilot... Y el resto de las compañías querrá, ya convencidos de su visión, su parte del pastel.

- 'Juegos de poder: Elon Musk, Tesla y la apuesta del siglo' (Tim Higgins).

Capítulo 1. Ésta vez podría ser diferente.

La idea de un coche eléctrico le quitaba el sueño a J. B. Straubel una noche de verano de 2003. Su diminuta casa de alquiler en Los Ángeles estaba repleta de miembros del equipo del proyecto de coche solar de la Universidad de Stanford que acababan de finalizar una carrera desde Chicago. El evento bianual formaba parte de un creciente movimiento para avivar el interés en desarrollar alternativas a los vehículos de gasolina entre los jóvenes ingenieros. Straubel se había ofrecido a actuar como anfitrión de su 'alma mater' y el extenuante trayecto había hecho que muchos estuvieran durmiendo en el suelo de su casa.

Concentrado en sus propios proyectos, Straubel no se había incorporado nunca al equipo durante los seis años que pasó en la Escuela de Ingeniería de Stanford. No obstante, sus intereses estaban en sintonía con los de sus invitados: a él también le obsesionaba la idea de propulsar los coches con electricidad, interés que mantenía desde su infancia en Wisconsin. Después de graduarse, había estado alternando entre Los Ángeles y Silicon Valley, tratando de encontrar su sitio. Straubel no parecía un científico loco decidido a cambiar el mundo; irradiaba tranquilidad y tenía el aspecto anodino de un buen chico universitario del Medio Oeste. Sin embargo, en su fuero interno, le reconcomía el deseo de hacer algo más que conseguir un empleo con sus amigos en una 'start-up' como Google o entrar a formar parte de la adminitración de una Boeing o una General Motors. Quería crear algo que lo cambiara todo, ya fuera un coche o un avión; quería perseguir un sueño.

El equipo de Stanford, igual que sus competidores, había diseñado un coche que funcionaba gracias a la energía acumulada utilizando paneles solares. Unas pequeñas baterías almacenaban parte de esa energía para utilizarla por la noche o cuando el sol estuviera oculto por las nubes. Sin embargo, al tratarse de una carrera solar, los organizadores ponían límites al uso de las baterías.

Straubel pensaba que esa prohibición era un error. La tecnología de las baterías había mejorado drásticamente en los últimos años con el auge de los dispositivos electrónicos personales. Quería ir más allá de las reglas arbitrarias establecidas por los organizadores de la competición. Disponer de mejores baterías significaba que un coche podía funcionar más tiempo sin depender tanto de complicados paneles solares y de los caprichos del tiempo. ¿Por qué no hacer hincapié en la potencia de la baterías, fuese cual fuese su fuente de alimentación, en lugar de obsesionarse con el sol?

Había estado estudiando un nuevo y prometedor tipo de batería que utilizaba iones de litio, popularizado en primer lugar por Sony en sus cámaras portátiles la década anterior, antes de extenderse a los ordenadores portátiles y otros productos de electrónica de consumo. Las celdas de iones de litio eran más ligeras y almacenaban más energía que la mayoría de las baterías recargables del mercado. Straubel era conocedor de los problemas que planteaban las antiguas baterías: aquellos acumuladores de ácido y plomo con forma de ladrillo eran pesados y, en comparación, acumulaban poca energía. Podía conseguir una autonomía de 32 kilómetros antes de tener que encontrar un punto de carga. Sin embargo, con el auge de las baterías de iones de litio vio que había potencial para algo más.

Y no era el único: entre los que estaban despiertos con él aquella noche, había uno de los miembros más jóvenes del equipo de Stanford, Gene Berdichevsky, que compartía su interés por las baterías. Mientras charlaban, Berdichevsky se fue entusiasmando cada vez más con la idea de Straubel. Durante horas, le estuvieron dando vueltas. Si encadenaban miles de pequeñas baterías de iones de litio para crear suficiente energía para propulsar un coche, ¿necesitarían acumular energía solar? Hicieron el cálculo para averiguar cuántas baterías necesitarían para propulsar un coche con una única carga desde San Francisco a Washington D.C. Esbozaron un vehículo con forma de torpedo diseñado para que fuera aerodinámico. Con baterías de media tonelada y un conductor de peso ligero, calcularon que su coche eléctrico podría lograr una autonomía de 4.023 kilómetros. Imagínate la atención que suscitaría: era precisamente el tipo de reclamo que podría generar un interés por los coches eléctricos a nivel mundial. Animado por la conversación, Straubel sugirió al equipo que cambiara de marcha y pasara de la energía solar a un coche eléctrico con mucha autonomía. Podían recaudar dinero de exalumnos de Stanford.

Con el sol saliendo por el patio trasero, Berdichevsky y Straubel empezaron a rastrear embelesados con las baterías de iones de litio que Straubel guardaba para sus experimentos. Cargaron al máximo celdas del tamaño de un dedo y, a continuación, se filmaron mientras Straubel las golpeaba con un martillo. El impacto desencadenó una reacción que encendió un fuego, haciendo que los tubos de las baterías salieran disparados como cohetes. El futuro era prometedor.

"Hay que hacerlo -le dijo Straubel a Berdichevsky-. Tenemos que hacerlo".

***

Jeffrey Brian Straubel había pasado los veranos de su infancia en Wisconsin, rebuscando en la basura en busca de aparatos mecánicos que desmontar. Sus padres toleraron su curiosidad, permitiendo que convirtiera el sótano en un laboratorio casero. Construyó un carrito de golf eléctrico, experimentó con baterías y se sintió cautivado por la química. Una noche, cuando aún estaba en el instituto, intentó descomponer peróxido de hidrógeno para hacer oxígeno gaseoso, pero se olvidó de que quedaban restos de acetona en el recipiente, lo que dio como resultado una mezcla explosiva. Estalló, creando una bola de fuego que sacudió la casa e hizo saltar por los aires fragmentos de vidrio. Su ropa se prendió fuego, el detector de humo empezó a sonar y su madre bajó corriendo al sótano donde se encontró a su hijo con la cara chorreando sangre. Necesitó cuarenta puntos de sutura. Aún hoy, aunque Straubel conserva el aspecto infantil de un chico serio del Medio Oeste, la cicatriz que recorre su mejilla izquierda parece presagiar algo más siniestro.

Straubel aprendió a respetar los peligros de la química, lo cual le llevó a la Universidad de Stanford en 1994, donde mantuvo su interés por el funcionamiento de la energía, descubriendo su pasión por el punto de encuentro entre la ciencia idealista y la aplicación de la ingeniería en la vida real. Concretamente, se enamoró del almacenamiento de la energía y la generación de energía renovable, la electrónica de potencia y los microcontroladores. Irónicamente, no se matriculó en la clase de Dinámica de Vehículos: los detalles relativos a la suspensión de los coches y la cinemática del movimiento de los neumáticos le resultaban aburridos.

Straubel no era tanto un tipo interesado en los coches como un tipo interesado en las baterías. Su cerebro de ingeniero apreciaba una falta de eficiencia en los coches de gasolina. El petróleo era finito y al quemarlo para producir energía expelía dióxido de carbono tóxico al aire. Para él, diseñar un vehículo eléctrico no suponía crear un nuevo coche 'per se', sino aplicar una solución cutre a un problema de ingeniería. Era como tener frío, descubrir una mesa en la habitación y quemarla para calentarse. Sí, calentaba, pero acababas teniendo una habitación llena de humo y sin mesa. Tenía que haber una solución mejor.

Durante el verano de su tercer curso en la universidad, un profesor le ayudó a obtener un contrato en prácticas en una 'start-up' de Los Ángeles llamada Rosen Motors. La empresa había sido fundada en 1993 por el legendario ingeniero aeroespacial Harold Rosen y su hermano Ben Rosen, inversor de riesgo y presidente de Compaq Computer Corp. Concibieron un coche prácticamente no contaminante y estaban trabajando en el desarrollo de un tren motriz híbrido eléctrico. Querían combinar un turbogenerador de gasolina con un volante de inercia. Su volante de inercia fue diseñado para crear la electricidad necesaria para mantener el vehículo en movimiento una vez que el motor había empezado a moverlo.

Ese sería el primer contacto de Straubel con la industria automovilística. Harold Rosen congenió con él y lo tomó bajo su ala. Al poco tiempo, Straubel estaba trabajando en los rodamientos magnéticos del volante de inercia y ayudando con el equipo de pruebas. El verano pasó volando; Straubel se dio cuenta de que tenía que regresar a Stanford para cursar su último año y aprender más acerca de la electrónica del automóvil.

De vuelta en la universidad, trabajó a distancia para Rosen hasta que recibió una llamada con malas noticias: la empresa iba a cerrar. Fue una primera lección sobre los desafíos que implicaba poner en marcha una empresa desde cero. Rosen Motors había gastado casi 25 millones de dólares. Habían instalado su sistema en una berlina Saturn como una especie de prueba de concepto. (También habían destrozado un Mercedes-Benz.). Prometían ofrecer un coche que pasaría de 0 a 100 kilómetros por hora en seis segundos, con la esperanza de, a la larga, poder asociarse con un fabricante de automóviles para aplicar su tecnología.

Sin embargo, a pesar de las críticas favorables de la prensa, no sabían cómo avanzar. En la industria del automóvil siempre se ha bromeado diciendo que para amasar una pequeña fortuna en el negocio tienes que empezar con una fortuna enorme. En la necrológica de la compañía, Ben, que había aportado parte de su fortuna de 100 millones de dólares de Compaq para financiarla, dio por bien empleado el esfuerzo realizado: "No existen demasiadas oportunidades para cambiar una gran industria, hacer algo bueno para la sociedad, limpiar el aire y reducir el consumo de petróleo -dijo-. Era una oportunidad para cambiar el mundo".

De vuelta en Stanford, Straubel alquiló una casa fuera del campus con media docena de amigos. Inspirado por su experiencia de aquel verano, pero sospechando que la idea del volante de inercia de Rosen sería demasiado complicada de poner en práctica, ocupó el garaje para trabajar en la transformación de un Porsche 944 de segunda mano en un vehículo propulsado exclusivamente por una batería. Enseguida tuvo cierto éxito; su coche, montado de manera chapucera, propulsado por baterías de ácido y plomo, corría como un demonio, quemando ruedas y arrasando en el cuarto de milla. A Straubel no le preocupaban la conducción ni la suspensión. En cambio, se centró en la electrónica del coche y en el sistema de gestión de la batería. Ésa era la clave, tratar de averiguar cómo extraer suficiente potencia sin reventar el motor o quemar las baterías. Empezó a relacionarse con otros ingenieros de Silicon Valley que pensaban de manera parecida a la suya, los cuales le introdujeron en el mundo de las competiciones de coches eléctricos. Del mismo modo que, cien años antes, Henry Ford había demostrado sus habilidades sobre la pista cada fin de semana, Straubel y sus amigos empezaron a participar en carreras de coches. Descubrió que, en esas carreras, el truco consistía en asegurarse de que las baterías no se sobrecalentasen y se fundiesen.

Mientras Straubel continuaba jugueteando con coches eléctricos, conoció a un ingeniero llamado Alan Cocconi, que había trabajado como asesor en el fallido coche eléctrico de General Motor Corp., conocido como EV1. En 1996, el taller de Cocconi, situado a unos 50 kilómetros del centro de Los Ángeles, en San Dimas, estaba trabajando en formas de generar entusiasmo en torno a la idea de los coches eléctricos. Aprovecharon un 'kit car' que, en aquel momento, era muy apreciado por los aficionados a los coches configurables, con un chasis de fibra de vidrio, para construir un deportivo biplaza. Pero, en lugar de instalar un motor de gasolina, alimentaron el coche con baterías de plomo y ácido colocadas en las puertas. El resultado: un bólido capaz de acelerar de 0 a 100 kilómetros por hora en 4,2 segundos, prácticamente un cochazo. El coche podía recorrer aproximadamente 112 kilómetros con una única carga, nada que ver con lo que podía hacer un coche corriente de gasolina con un depósito, pero era un principio prometedor. Más impresionante aún fue el hecho de que empezó a vencer a Ferraris, Lamborghinis y Corvettes en las carreras. A su coche amarillo brillante lo llamaó Tzero, como el símbolo matemático que señala un punto de partida (cuando el tiempo transcurrido es igual a cero).

Sin embargo, a finales de 2002 el taller de Cocconi estaba pasando por dificultades. Los clientes del fabricante de automóviles ya no estaban tan interesados en transformar los coches en vehículos eléctricos para impresionar a los reguladores, los cuales habían dejado de centrarse en los coches y habían pasado a interesarse por otras tecnologías de cero emisiones. Y el Tzero resultó ser caro y lento de fabricar. Inasequible al desaliento, Cocconi, que había estado trasteando con baterías de iones de litio para construir aviones teledirigidos, empezó a trabajar en la modificación de las baterías del Tzero para que no fueran de ácido y plomo.

Aquella idea le llamó la atención a Straubel mientras pululaba por el taller después de su graduación, repartiendo su tiempo entre Los Ángeles y Silicon Valley. Le planteó a Cocconi la misma idea de un coche todoterreno a la que él y el equipo del coche solar de Stanford le habían estado dando vueltas aquella larga noche de verano de 2003. Calculaba que necesitaba unas 10.000 baterías conectadas entre sí y que le costaría alrededor de 100.000 dólares construir el prototipo. Al equipo de AC Propulsion le gustó el entusiasmo de Straubel y estaba dispuesto a llevar a cabo el proyecto si éste podía conseguir el dinero. En realidad, Cocconi quería contratar a Straubel, pero la empresa no podía permitírselo.

Por su parte, Straubel no estaba seguro de estar listo para asentarse en un empleo de verdad. También pasaba tiempo con su antiguo jefe, Harold Rosen, que en aquellos momentos tenía más de setenta años y quería poner en práctica otra idea descabellada: una aeronave que volase a gran altitud, propulsada de manera híbrida y que pudiera utilizarse para crear acceso inalámbrico a internet. Straubel pensó que las baterías de iones también podrían ser la solución que Rosen necesitaba.

Mientras Rosen y Straubel buscaban inversores para su nuevo proyecto aeroespacial, Straubel se acordó de un tipo del que había oído hablar cuando estaba en Palo Alto. En aquella época, Straubel tenía entendido que Elon Musk era un miembro aparentemente excéntrico del club de vuelo del aeropuerto local. Después de retrasarse al devolver un avión, importunando a otros miembros que tenían reservada hora para volar, Musk envió un ramo de flores gigante a la recepción. Últimamente, Musk había salido en las noticias a causa de su implicación en una 'start-up' llamada PayPal que había sido adquirida por eBay por 1.500 millones de dólares y por fundar una compañía aeroespacial con su recién adquirida fortuna. Parecía una persona a la que le atraían las grandes ideas imposibles. Podía ser el inversor que necesitaban.

***

Aquel octubre, Straubel se apuntó a una serie de conferencias sobre iniciativa empresarial para escuchar a Musk, que tenía entonces treinta y dos años. "Si te gusta el espacio, te gustará esta charla", empezó diciendo Musk. Antes de empezar a explicar cómo fundó una compañía para fabricar cohetes llamada Space Exploration Technologies Corp., o SpaceX, expuso su propia historia fundacional. Tenía cierta similitud con la de Horatio Alger. Se había criado en Sudáfrica, había emigrado solo a Canadá a los diecisiete años y posteriormente a Estados Unidos para concluir sus estudios universitarios en la Universidad de Pensilvania. Poco después, Musk y su mejor amigo, Robin Ren, atravesaron en coche el país para estudiar en Stanford. Musk quería profundizar en la física de la energía, convencido de que podía lograr avances radicales en la tecnología de baterías, aunque abandonó sus estudios -al cabo de sólo dos días- antes de la fiebre del oro del 'boom' de las empresas puntocom de finales de la década de 1990.

Straubel escuchó a Musk, vestido de negro, con la camisa desabrochada como si estuviera en un club nocturno europeo, disertar sobre sus orígenes. Dijo que, en aquella época, pocos capitalistas de riesgo de Sand Hill Road habían compartido su visión sobre internet. A Musk se le había ocurrido que la forma más rápida de ganar dinero sería ayudar a las empresas de comunicaciones existentes a adaptar sus contenidos a la red. Junto con su hermano menor, Kimbal, creó Zip2 para hacer precisamente eso, lo cual acabó generando interés gracias a un programa pionero que daba indicaciones paso a paso de las direcciones de los mapas entre dos localidades, una idea que más adelante se haría omnipresente. Era una herramienta atractiva para las empresas periodísticas, incluidas Knight Ridder, Hearst y The New York Times Co., que estaban interesadas en crear páginas web como si fueran directorios de ciudades. Los dos jóvenes vendieron rápidamente la empresa a cambio de efectivo ("una moneda que recomiendo encarecidamente", bromeó con ironía), y el nuevo rico Musk, con 22 millones de dólares en el banco, se marcó un objetivo: crear otra empresa. Su siguiente apuesta, a principios de 1999, consistente en sustituir los cajeros automáticos por un sistema de pago seguro por internet -una compañía que acabaría siendo conocida como PayPal-, generó la auténtica fortuna que utilizaría para financiar sus mayores ambiciones.

Había una pregunta que le inquietaba desde hacía mucho. ¿Por qué se había estancado el programa espacial? "En la década de 1960 pasamos de prácticamente nada, de no ser capaces de poner a nadie en el espacio, a poner a gente en la luna y desarrollar la tecnología necesaria para ello partiendo de cero, y, sin embargo, en los años setenta, ochenta y noventa parece que la cosa se ha echado a perder, y actualmente estamos en una situación en la que no podemos siquiera poner a una persona en la órbita terrestre baja", dijo Musk. Aquello no cuadraba con otras tecnologías, como los microchips y los teléfonos móviles, los cuales no habían hecho más que mejorar y bajar de precio de manera exponencial con el paso del tiempo. ¿Por qué se había marchitado la tecnología espacial?

Las palabras de Musk calaron hondo en Straubel, que había estado pensando algo parecido sobre la industria del automóvil. Posteriormente, se apresuró a hablar con Musk, utilizando como cebo su relación con Rosen, conocido en círculos aeroespaciales por su papel en la contribución al desarrollo de la moderna tecnología de comunicación vía satélite. Musk invitó a Straubel y a Rosen a visitar la fábrica de cohetes SpaceX cerca de Los Ángeles. Straubel observaba mientras Rosen recorría la oficina de SpaceX, situada en un antiguo almacén de El Segundo, aparentemente poco impresionado. Iba señalando errores en los planes de Musk para construir un cohete que, supuestamente, costaría una ínfima parte de los que se estaban construyendo. "Esto va a fracasar", le dijo Rosen a Musk, para desesperación de Straubel. Musk no se mostró menos crítico ante la idea de Rosen de una aeronave para generar internet sin cables. "Esa idea es una estupidez". Cuando se sentaron a comer, Straubel estaba convencido de que la visita había sido un absoluto desastre.

Para que la conversación no decayese, se puso a hablar de su proyecto favorito: un coche eléctrico que pudiera atravesar el país. Le describió a Musk cómo estaba trabajando con un taller llamado AC Propulsion para usar baterías de iones de litio, las cuales podían ser precisamente el avance que necesitaba. Era un órdago que Straubel lanzaba siempre que tenía ocasión y que la mayoría pensaba que era una locura. No así Musk. Straubel se dio cuenta de que le había interesado simplemente con mirarlo. Su cara reflejaba aprobación. Sus ojos se movían con rapidez, aparentemente procesando la información. Asintió con la cabeza. Musk lo había pillado.

Straubel se marchó sintiendo que había conocido a alguien que compartía su visión. Después de la comida, le envió a Musk un correo electrónico sugiriéndole que se pusiera en contacto con AC Propulsion si estaba interesado en ver un ejemplo de un coche propulsado por iones de litio. Musk no lo dudó. Le contestó diciendo que quería aportar 10.000 dólares al prototipo del vehículo con mucha autonomía de Straubel y prometió hacer una visita a AC Propulsion. "Realmente es algo que mola mucho y creo que, por fin, estamos a punto de demostrar que los coches eléctricos son una opción viable", escribió Musk.

Straubel no sabía que pronto estaría compitiendo por lograr la atención de Musk.

(Justo Barranco, Dinero, La Vanguardia, 27/03/22)