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El maestro Chaves no estuvo allí (Arcadi Espada)

Querido J:

Un inédito de Chaves Nogales, La defensa de Madrid, y en una preciosa edición del gran Abelardo Linares en Renacimiento. ¡Cómo no iba yo a hacer un inmediato plongeon sobre ese libro! A estas horas también tú lo habrás leído: las crónicas de la batalla de Madrid de Chaves que María Isabel Cintas ha logrado finalmente encuadernar, después de la titánica búsqueda de los ejemplares que se publicaron en la revista Sucesos para todos, de México, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 (sólo le falta el del 4 de octubre de 1938: ¡ayuden a dar con él!). Chaves honrando al general Miaja. Y definiendo simétricamente (como nadie se atrevió ni aún hoy se atrevería) a los míticos combatientes:

«La verdad es ésta. Los heroicos y gloriosos ejércitos que luchaban en la Ciudad Universitaria estaban formados con la escoria del mundo. Basta fijar los ojos en la lista de las fuerzas que los componían. Frente a la Brigada Internacional de los rojos, la Novena Bandera del Tercio Extranjero de los blancos, una y otra, receptáculo de todos los criminales, aventureros y desesperados de Europa».

Chaves Nogales en la batalla de Madrid. Mmmm... El libro comienza, exactamente, a las tres de la tarde del 6 de noviembre de 1936, el día en que el Gobierno de la República abandonó Madrid, camino de Valencia, y dejó al general Miaja a cargo de la defensa de la ciudad. Hay algo escrito de Chaves sobre ese día. El mítico prólogo de A Sangre y Fuego: «Cuando el Gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes ni una hora después». Hasta la hora puede casi precisarse. No he leído Cuando estallaron los volcanes, el libro del periodista Jesús Izcaray. Pero hace tiempo nuestro común amigo Pericay me hizo llegar un fragmento de la tesis que está escribiendo sobre el periodista Paulino Masip, donde cita este párrafo del libro de Izcaray: «Salisteis para Valencia mediada la mañana del día 6. Ibais en el coche, como estaba previsto, Chaves Nogales, Benavides, Paulino Masip, Cimorra y tú. […] Fue un viaje triste. Dejabais Madrid atrás con la convicción de que, dentro de unas horas, las tropas fascistas irrumpirían en la ciudad por las carreteras y los puentes del sur. […] Llegásteis a Valencia al anochecer».

Todo indica que el maestro Chaves no estaba allí. Y sin embargo parece estarlo según el comienzo de la segunda crónica de La defensa...:

«Son las tres de la tarde. Largo Caballero, jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, llama a su despacho al general Miaja y le pregunta:

- ¿Qué ocurriría si el Gobierno abandonase Madrid?

El general Miaja frunce el ceño y contesta:

- El Gobierno debió marcharse antes, cuando todavía era oportuno. Sigo creyendo que no debe permanecer en Madrid, pero no sé cuáles serán ahora las consecuencias de un traslado que tiene todos los caracteres de una huida».

Mmmm... Son las tres de la tarde del 6 de noviembre y se diría, leyendo eso, que Chaves está en el despacho de Largo Caballero. La entrevista termina y Largo y Miaja se separan fríamente. Entonces sucede algo prodigioso. ¡Los prodigios de la literatura! Chaves Nogales se va a Valencia y el narrador de La defensa de Madrid prefiere quedarse en Madrid con el general Miaja y escribir un libro dictado por la omnisciencia retórica. Estas crónicas, muy desiguales literariamente, y donde lo verdaderamente grande es el punto moral que las anima, adolecen a menudo del uso de esa retórica. Sin embargo no podré resistirme a utilizar el defecto omnisciente como metáfora.

Entre otras cosas por la editora Cintas. Es notable, y enternecedora, su obstinación en hacer permanecer a Chaves en Madrid, contra toda evidencia, e incluyendo la posibilidad de que viajara a Valencia el 6 de noviembre, pero después volviera. Pero lo cierto es que no hay ningún dato solvente que justifique esa tesis. Chaves escribió este libro de oídas e introduciendo, probablemente, escenas anteriores a los hechos que narra, de las que sí pudo tener constancia directa entre julio y noviembre de 1936, mientras permaneció en Madrid. De oídas, pero pegando la oreja a una palabra técnicamente muy cualificada: la de su hermano Juan Arcadio que, según cree la editora Cintas, llegó a coronel del Ejército republicano y estuvo cerca de Miaja en la defensa de aquel Madrid. La editora Cintas sugiere la posibilidad de la colaboración de Juan Arcadio. Y a mí, que le he cogido cariño onomástico a este hombre, me parece probable que él fuera también el principal abastecedor fáctico de los relatos cortos que componen el célebre A sangre y fuego.

Te decía que en el uso del defecto omnisciente por parte de Chaves y en la obstinación de Cintas en instalar al héroe de su vida en Madrid yo veía una tentadora metáfora. Todos habríamos querido que el maestro Chaves se hubiese quedado, empezando por él mismo. No es descabellado imaginar las incertidumbres morales que le acosaron al decidir abandonar la ciudad. No sólo como republicano, sino también como periodista, aquella ciudad parecía ser su lugar y aquel su gran momento. Todos habríamos querido leer La defensa de Madrid, escrita por Chaves y no de oídas. Por el periodismo. Pero también porque entonces sabríamos que el bando republicano había sido merecedor de la decisión de Chaves. Por desgracia sabemos que no es así. Aquella inagotable demolición del prólogo de A sangre y fuego:

«Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar. En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid, como las que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea un lujo excesivo. La verdad es que entre ser una especie de abisinio desteñido que es a lo que le condena a uno el general Franco o un kirguís de Occidente, como quisieran las gentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo».

Lo verás bien, querido amigo. El maestro no podía estar allí.

Sigue con salud

A.

El Mundo