Ninguno de los problemas que azotan la estabilidad de los países del euro ha sido abordado con decisión y contundencia como han tenido ocasión de reconocer ya los mercados financieros con nuevas pruebas de desconfianza en forma de descensos bursátiles, tensiones en la prima de riesgo o depreciación del euro. La única medida tangible, la entrada en vigor del ya aprobado Mecanismo Europeo de Estabilidad, no será antes de julio del 2012, pudiendo ser más tarde si el proceso de ratificación del nuevo Tratado se retrasa. Y las expectativas respecto a que una mayor dotación presupuestaria del mismo ayudara a eliminar las actuales tensiones han sido contrariadas por Merkel, apenas unos días después.
La eurozona arrastra tres problemas importantes, cuya solución es imprescindible, a los que tampoco se ha dado respuesta esta vez: no hay un verdadero banco central, no es una autentica unión fiscal y no existe una estrategia conjunta de crecimiento. Vayamos por partes.
La zona euro es la única construcción monetaria del mundo cuyo banco central tiene prohibido prestar a la Unión o a los gobiernos de los Estados Miembros. Así lo impuso Alemania cuando se firmó, en 1991, el Tratado de Maastricht y así se volvió a recoger en el artículo 123 del Tratado consolidado de 2001. Esta anomalía es la que genera un desequilibrio a favor de las entidades financieras que pueden especular en contra de las deudas soberanas, porque los gobiernos necesitados no tienen otra fuente alternativa de financiación con la que frenar, en su caso, la voracidad de los mercados. Si cuando los compradores institucionales de deuda pública exigen tipos de interés demasiado elevados, los gobiernos emisores pudieran recurrir, sin límites, a la financiación excepcional de su Banco Central, habría competencia real y los mercados se enfrentarían al riesgo de perder y no solo a la realidad de que ganan siempre.
Para corregir esta situación anómala, agravada por la negativa a emitir eurobonos centralizados, se han adoptado tres parches: el Banco Central Europeo presta al FMI para que sea este quien preste a los Estados Miembros; el BCE presta a los bancos privados para que estos compren deuda soberana y, por último, se ha creado el Fondo de Rescate, convertible a plazo en el mencionado Mecanismo Europeo de Estabilidad, ambos con tan pocos recursos relativos que apenas si representan un respiro cuando actúa en el mercado de deuda.
En segundo lugar, no hay una auténtica unión económica, ni tan siquiera fiscal y no por falta de enfáticas palabras al respecto. Además de lo previsto en el Tratado de Maastricht, el Consejo de Amsterdam fijó en 1997 los procedimientos de déficits excesivos en aplicación de Pacto de Estabilidad y Crecimiento, seguido de: un Reglamento sobre el reforzamiento de la supervisión de las situaciones presupuestarias y una Resolución del Consejo sobre coordinación de las políticas económicas. Si ha fallado el control presupuestario en la zona euro, no ha sido por falta de declaraciones y compromisos como los nuevamente anunciados la pasada semana bajo pomposos títulos como “genuina estabilidad presupuestaria” en la zona, sino porque no se ha querido dotar a la Comisión de verdadero poder para inmiscuirse en los presupuestos nacionales y, sobre todo, porque cuando el Comisario Solbes quiso abrir, en 2003, un procedimiento por déficits excesivos a Alemania y Francia, estos se negaron en redondo a que se les aplicaran a ellos, las reglas que querían imponer a los demás.
Además, una unión fiscal a la altura de la unión monetaria que ya tenemos, exige una importante transferencia de recursos económicos y de soberanía fiscal nacional en favor de un Presupuesto comunitario que represente algo más del ridículo 2% del PIB que significa ahora, frente el 20% que es el Presupuesto federal americano. De nuevo, los países más ricos de la Unión, con Alemania a la cabeza, se niegan a avanzar por esa senda.
Por último, resulta extraño y muy poco motivador, que cuando la Unión Europea se enfrenta a un estancamiento que sigue a una crisis profunda, su política económica carezca por completo de una estrategia comunitaria de reactivación y crecimiento, más allá del ajuste presupuestario con unos ritmos acelerados que empujan a los países afectados a una recesión intensa, al paro masivo, a la desigualdad creciente y al malestar social extremo, sin excluir limitaciones a la democracia en forma de gobiernos tecnocráticos no elegidos por los ciudadanos.
Tengo la convicción de que cuando analicemos este período con un poco de perspectiva histórica, no podremos creer que nuestros dirigentes actuales hayan sido capaces de cometer tantas torpezas juntas. Porque no se trata, solo, de que han dado respuestas muy lentas ante problemas muy urgentes como está ocurriendo desde que las dificultades de algunos países periféricos se convirtieron en una crisis del euro que no excluye ni a la propia Alemania, sino de la simple falta de respuestas eficaces e, incluso, de muchas respuestas directamente equivocadas, desde el punto de vista del interés colectivo de la zona monetaria, aunque entendibles desde la necesidad alemana de dejar claro su liderazgo.
El hecho de que se haya utilizado la torpeza de Cámeron, para eludir el marco común, en forma de un acuerdo con difícil encaje comunitario, evidencia que los esfuerzos por minimizar el papel del Presidente del Consejo o por ningunear a la Comisión, sustituidos ambos por el Directorio Merkozy, no son casuales.
Escuchando las explicaciones que tanto Merkel como Sarkozy han realizado ante sus Parlamentos nacionales, se percibía un poco de envidia hacia un premier británico, aislado, pero envuelto en su bandera. Vivimos un renacer de los Estados nacionales que combina mal con la consigna repetida de “más Europa”. Esta vez, no es cuestión de “niebla en el canal” sino del otro clásico, “el humo ciega nuestros ojos”.
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