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Rajoy a por los Estados Unidos de Europa (Pedro J. Ramírez)

El camino de salida de La Moncloa ha sido para Zapatero más arduo de lo esperado. No sólo porque la contundencia de la derrota del PSOE desatara contra él a los perros de presa del sindicato de intereses que pretende convertir a Rubalcaba en el centinela de su trinchera mientras llegan tiempos mejores. O porque la incertidumbre que rodeó el pasado fin de semana a la cumbre europea y la presión de los mercados amargaran sus últimas semanas en el ejercicio del poder.

No, lo que sobre todo ha mantenido al inminente ex presidente en vilo hasta el último momento han sido los problemas logísticos derivados del cambio de planes sobre su nuevo lugar de residencia. Tantos años soñando con irse a vivir a León, tantas fantasías conectadas con esos tasados viajes en AVE para venir a Madrid a las reuniones del Consejo de Estado, total para encontrarse un día con el plante de sus hijas y tener que recular ante sus argumentos plasmados en una especie de carta abierta a nuestro padre. Ellas no estaban dispuestas a moverse ni a que la familia se separara.

La imagen de Zapatero sentado en La Moncloa ante el ordenador de su despacho y navegando al buen tuntún a través de los portales inmobiliarios para encontrar una vivienda en alquiler lo suficientemente protegida y aislada, y además a un precio asequible para él, compendia tanto su debilidad política -si no ha logrado llevar a su familia donde quería, cómo iba a hacerlo con la nación- como su bonhomía personal.

Nuestro quinto presidente constitucional deja en herencia una España arruinada, deprimida y exhausta, pero al menos está haciendo un relevo bastante ejemplar. Seguro que su sucesor hubiera preferido ser recibido con más dinero en la caja y peores modales, pero ya que la democracia parlamentaria lleva camino de ser vapuleada por los huracanes del malestar social, al menos que no falle la liturgia. Pocas cosas han debido de sorprender tanto a Rajoy estos días como la insistencia de Zapatero en que no faltara la foto simbólica de ambos en La Moncloa.

Desgraciadamente para él, tampoco podrá recrearse en esos detalles protocolarios. Tras sus traumáticas derrotas de 2004 y 2008, habría sido justo que Rajoy hubiera podido disfrutar ahora de una investidura plácida, con un discurso de altura intelectual trufado de ingenio y ocurrencias. Sin embargo, cuando mañana suba a la tribuna a pedir la confianza de la Cámara no podrá evitar la sensación de estar ascendiendo los peldaños del altar del sacrificio. Con cinco millones de parados y camino de una poco menos que inexorable recaída en la recesión, decir que la situación económica es crítica sería quedarse corto.

Rajoy tiene, eso sí, la gran ventaja de que, si excluimos las mañas adquiridas por Adolfo Suárez durante el régimen anterior, va a ser el primer jefe de Gobierno de la democracia que va a llegar al poder con la lección aprendida. La experiencia de sus cuatro carteras ministeriales en los gobiernos de Aznar, depurada y contrastada por su docena y media de debates presupuestarios o de política general como líder de la oposición, va a permitirle de hecho poner desde el primer día a lo que será su reducida y compacta Administración en perfecto orden de combate.

La lucidez con que percibe qué es lo que le espera es otro de los mejores atributos que lleva en su bagaje. De todos los riesgos que corremos, el menor de todos es el de que Rajoy pueda acomodarse en el autoengaño. «Tengo claro lo que hay que hacer y mi única ventaja es que no tengo más alternativa que hacerlo», le comentó este miércoles a un amigo común. «Luego me partirán la cara, pero chico, oye…».

En esos puntos suspensivos de Rajoy, mientras chasca la lengua, gira levemente las palmas extendidas y a veces mueve la pierna derecha como si apretara el pedal de una máquina de coser, anida una mezcla de fatalismo, sentido del servicio público y aire de circunstancias. Cuando los tramoyistas retiren de uno de los árboles del jardín la mueca final del gato de Cheshire, La Moncloa quedará libre de fantasías, carismas y afanes de gloria durante al menos cuatro años. Rajoy llega con plena conciencia de que gobernar es desgastarse y de que sólo los resultados que obtenga al final de la legislatura podrán redimirle de las impopularidades que no tendrá más remedio que cosechar en sus inicios.

No sé qué números aflorarán en su discurso de mañana pero sí los que ha tenido en la cabeza en el momento de prepararlo. Su gran incógnita es si tendrá que recortar el déficit público para 2012 en 16.000, 26.000 o 36.000 millones, dependiendo de que este año nos quedemos finalmente en el 6% como mantiene el Gobierno saliente, lleguemos al 7% como parece bastante previsible o alcancemos el 8% como mantiene algún ministrable pesimista. De los tres afluentes que van a dar a ese río el que más preocupa hoy por hoy a Rajoy no es ni el de la Administración central del Estado ni el de las comunidades autónomas -bastante embridadas desde que el PP se hizo con la mayoría en mayo- sino el de la Seguridad Social pues el hundimiento del número de cotizantes tras el verano hace temer un resultado mucho peor que el presupuestado.

Se encuentre con lo que se encuentre, Rajoy tiene decidido convertir el cumplimiento del 4,4% comprometido para el año que viene con la UE en la prioridad absoluta tanto del paquete de medidas urgentes que su gobierno aprobará en enero como de los nuevos presupuestos que presentará en marzo, probablemente después de las elecciones andaluzas. Sabe que es en ese primer envite en el que se juega la credibilidad ante sus socios y ante los mercados y está dispuesto a actuar sobre cada partida de los gastos -sueldos de los funcionarios incluidos- y de los ingresos -no debe descartarse una nueva subida del IVA- con tal de volver a convertir a España en un alumno modelo en el aula de la disciplina fiscal.

Rajoy también dice estar decidido a hacer sus deberes en el terreno de las reformas estructurales, afrontando con determinación lo apenas esbozado por Zapatero. Debo reconocer que lo que menos me ha gustado de este largo mes de prolegómenos a su investidura ha sido el papel otorgado de nuevo a los tres sindicatos -los dos de los asalariados y el de los patronos- que habitualmente usurpan el protagonismo en el diálogo social en pro de sus respectivos ejércitos de funcionarios. Esperemos que el nuevo margen que Rajoy les ha otorgado hasta Reyes sólo busque cubrir las formas y el PP legisle, abaratando la contratación y el despido y liberalizando los convenios, no sólo si no hay acuerdo entre las partes sino especialmente si lo hay en la dirección contraria de lo que la competitividad de la economía requiere.

Más por lo que calló que por lo que dijo en su único debate de la campaña con Rubalcaba, cabe suponer que la reforma del subsidio de desempleo será otra de sus prioridades pues España no puede seguir destinando 30.000 millones al año a ayudar a una parte significativa de los desempleados a no buscar trabajo e incluso a rechazar ofertas por las que en otros países habría cola de solicitantes. También éste es el momento de introducir en la Sanidad mecanismos que refuercen la eficiencia del sistema como el ticket moderador planteado por Artur Mas u otros elementos de copago que no afectan al núcleo esencial del derecho a la salud. ¿No sería lógico que en las estancias hospitalarias la manutención corriera al menos parcialmente a cargo del paciente? ¿No habría que introducir mecanismos muy estrictos para poner fin al turismo sanitario vinculado a la inmigración?

Más importante aún es la culminación de la reforma del sistema financiero, auténtica patata caliente para el nuevo Gobierno habida cuenta de las desagradables sorpresas descubiertas al abrir el melón de las cajas. ¿Ocurrirá otro tanto con algunos bancos? Rajoy no sabe si el saneamiento del sector requerirá de 20, de 30 o hasta de 50.000 millones y por lo tanto no suelta prenda sobre cuál será la técnica a seguir, pero también es consciente de que ya no hay margen ni para medias tintas ni menos aún para seguir eludiendo el fondo del problema pues si no se reabre el grifo del crédito será imposible recuperar el crecimiento.

La principal sensación de vértigo que le acompaña desde el 20-N no procede sin embargo del temor a no acertar en alguno de estos ámbitos, sino del convencimiento de que aun ejecutando a la perfección todo lo desagradablemente necesario puede que no sea suficiente para sacar a España de su actual ruina. Rajoy sabe que el empujón definitivo no depende de lo que haga él sino de lo que decidan los países que lideran el nuevo impulso a la construcción europea. De ahí su obsesión por integrarse cuanto antes en ese núcleo duro y la trascendencia capital de acertar en la elección de los ministros de Economía y Exteriores como prolongaciones de sí mismo.

El nudo gordiano que Rajoy tiene que romper es el de nuestra asfixia financiera. Aunque el cuadro macroeconómico de Calamity Helen prevé un crecimiento del 2,3% para 2012, suerte será que no se prolongue durante todo el año el probable decrecimiento de este cuarto trimestre pues el primer impacto de cualquier ajuste será deprimir más la economía. Eso implica que entre el nuevo déficit y los vencimientos de la deuda, España tendrá que recabar de los mercados no menos de 160.000 millones sin esperar ninguna sorpresa agradable por la vía de los ingresos.

El primer problema que afronta el nuevo Gobierno es el tipo de interés de esas emisiones. «No te puedes financiar al 7% porque te mueres», le decía Rajoy a nuestro común amigo. Entre otras razones porque si el diferencial con el bono alemán se consolidara por encima de los 500 puntos, como parecía que iba a ocurrir el mes pasado, ni siquiera a ese tipo se encuentra dinero. Y si no que se lo pregunten a los gobiernos de Cataluña o la Comunidad Valenciana, que no han podido colocar las emisiones autorizadas por el Gobierno y han tenido que ser rescatados con anticipos a cuenta para poder pagar las nóminas de diciembre.

En las últimas dos semanas me he reunido con cuatro presidentes autonómicos y todos ellos coinciden en el discurso: estamos recortando todo lo que se puede recortar pero si después no llega la recuperación tendremos graves tensiones en la calle. Por eso Rajoy puso tanto énfasis en pedirle a Merkel que sus esfuerzos presupuestarios y reformas tengan recompensa a través de unas reglas del juego que acaben con la crisis de la deuda soberana.

La cumbre de Marsella ha dejado en este sentido sensaciones agridulces. Por un lado ha supuesto un compromiso concreto para corregir la cojera estructural del euro, completando la Unión Monetaria con una Unión Fiscal que en la práctica debería suponer unificar la política económica de sus miembros a lo largo del año próximo. Pero nada se ha concretado en cambio de cómo, en pura lógica, eso conllevará también la unificación de las respectivas deudas. Se entiende que Alemania no quiera poner la suculenta carreta repleta de eurobonos antes que los sufridos bueyes de la disciplina fiscal, pero es imprescindible que quienes van a sufrir los rigores de una implacable dieta perciban cuanto antes el premio que les espera. La actual inyección de liquidez del BCE ha dado una tregua y eso se ha notado en las últimas colocaciones de deuda pero la situación volverá a deteriorarse si no se despeja pronto el horizonte de la solidaridad europea.

Las variables que más preocupan a Rajoy son las que no está en sus manos controlar. Por ejemplo, la advertencia de François Hollande de que si gana las elecciones no incluirá en la Constitución francesa la regla de oro de la estabilidad presupuestaria. Por ejemplo, la fragilidad parlamentaria y el déficit democrático del Gobierno Monti. Por ejemplo, la falta de garantías a los mercados de que la quita griega no volverá a repetirse. Y lo que queda al final es un diagnóstico preñado a la vez de incertidumbre y esperanza: «O creamos los Estados Unidos de Europa o esto no funcionará».

El Mundo