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La luz de la memoria (Gaspar Llamazares)

Diputado de Izquierda Unida en el Congreso de los Diputados

Esta semana se cumplen 35 años del brutal asesinato de algunos compañeros nuestros. 35 años después de la barbarie terrorista de aquella semana de enero que empezó con la muerte del estudiante Arturo Ruiz, siguió con el secuestro del teniente general Villaescusa, con el bote de humo que acabó con la vida de Mari Luz Nájera y, finalmente, con el asesinato de los abogados laboralistas Enrique Valdevira, Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo, el estudiante de derecho Serafín Holgado y el administrativo Ángel Rodríguez Leal. Todos ellos eran militantes de CC OO y del PCE.

El particular tributo de la derecha de este país lo ha protagonizado la secretaria general del PP y presidenta de Castilla-La Mancha, Dolores de Cospedal, con la supresión del premio a los Derechos Humanos que, con el nombre de Abogados de Atocha, concedía anualmente el Ejecutivo autonómico.

Resulta significativa y simbólica esta decisión. Es un ejercicio de sectarismo y un desprecio que no pueden pasar desapercibidos. La amputación de la memoria de las luchas de nuestros padres y abuelos, y del sentido que los animaba (como decía Walter Benjamin), es también una amputación de la democracia.

El atentado de Atocha fue un golpe contra el corazón de la Transición. En las últimas semanas de 1976 y a lo largo de aquel mes de enero de 1977, los enemigos de la democracia asesinaron o hirieron a más de cien personas y multiplicaron los actos de violencia para condicionar el proceso democrático, para provocar la intervención del Ejército y conservar la dictadura.

Hoy que tanto se ensalza al que fue ministro de Franco y de Arias Navarro, nos vienen a la memoria Grimau, Vitoria y Montejurra. En el atentado de Atocha, detrás del Sindicato Vertical y la extrema derecha de Fuerza Nueva estaban las cabezas pensantes, los servicios secretos y la Red Gladio, la organización anticomunista promovida por la CIA y la OTAN. El mortífero objetivo de su misión no fue casual. Sabían que, golpeando salvajemente a los abogados laboralistas, golpeaban al movimiento obrero y ciudadano, que era el motor de la oposición democrática del país.

Los mejores luchadores por la libertad, los verdaderos artífices de la democracia no están, por mucho que se escarbe el transmutado mundo conservador, en las filas de la derecha, sino en la izquierda social y política de nuestro país: trabajadores, profesionales y jóvenes que pagaron su compromiso con un amplio tributo en vidas. Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en las calles meses después.

Cuando quienes todavía siguen cobijando a los nostálgicos del franquismo nos dicen que tenemos que pasar página y olvidar la historia reciente de nuestro país, debemos recordar el contexto histórico del atentado y matizar la “dulce transición” que nos quisieron vender. Porque no puede construirse la democracia sin conocer el coste humano de su conquista.

Sólo hace 35 años de aquel atentado, 35 años de que en este país la clase obrera diera su tributo en vidas humanas por la conquista de nuestros derechos y libertades. Tampoco podemos olvidar la vigencia de su trabajo en defensa de los derechos de los trabajadores. Y más ahora cuando el Gobierno y la patronal quieren desmantelar la negociación colectiva, facilitar el despido o eliminar derechos laborales conquistados hace décadas. Si logran imponer sus políticas conseguirán algo histórico, por primera vez en mucho tiempo, los hijos tendrán menos derechos que sus padres.

Las medidas que adopta este Gobierno (y el anterior) confirman algo que resulta cada día más evidente: en esta crisis no se sacrifican todos, mientras la mayoría sufre los recortes, la minoría sigue disfrutando obscenamente de sus privilegios.

Los mismos que utilizan la crisis o inoculan el miedo a los ciudadanos para cuestionar la negociación colectiva, precarizan aún más el empleo, y en definitiva devalúan las rentas salariales. Se proponen convertir el Diktat de los mercados no solo en norma de rango constitucional, degradando el texto tan arduamente logrado, sino amputar el Estado Social y el pacto social implícito de la Transición, en favor de los mercados. Entonces salíamos a golpes de una dictadura, vigilados por sus poderes fácticos y heraldos de la guerra fría. Hoy asistimos a nuevos golpes a la democracia que pretenden vaciarla de contenido y convertirla en una cáscara formal de selección de élites, al margen de la representación de los ciudadanos. Unos intermediarios de los mercados.

No podemos obviar otro elemento relevante. Asistimos también a un auténtico linchamiento al juez Garzón por atreverse con los poderes fácticos del mercado, la amnesia y la soberbia. Todo un síntoma de la precaria salud de nuestra democracia.

Los desencadenantes no son muy distintos de aquellos que estaban en el trasfondo de las resistencias al cambio en el fin de la dictadura.

El aparato del poder, a pesar del paso de los años y del avance democrático, sigue defendiendo con uñas y dientes la memoria y los intereses de los vencedores, la concepción de la Transición como una concesión a cambio de la impunidad, el poder judicial como un espacio propio pero con una aplicación conservadora de la ley, y la economía como un coto, frente a las demandas de igualdad, transparencia y democracia que aún hoy siguen pendientes.

Los asesinatos de Atocha se volvieron como un bumerán para sus autores, acelerando la legalización del PCE. Hoy espero que la codicia de los mercados y la soberbia de los jueces del Supremo contra los nietos de la República y Garzón se vuelvan también contra ellos. El 15-M, los sindicatos y la izquierda tienen la palabra.
Público