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La Grande Bouffe (Pedro J. Ramírez)

No creo que nuestro cinéfilo nuevo fiscal general del Estado considere La Grande Bouffe como una de las mejores películas de la historia. Pero deberá reconocer que pocas escenas simbolizan mejor esa podredumbre enquistada bajo la apariencia respetable del poder, que a él le toca ahora perseguir, como el momento en que a Marcello Mastroianni le explota la cisterna del cuarto de baño y un géiser de porquería emerge de la cloaca oculta bajo la mansión en la que tiene lugar la elegante y depravada comilona.

Como estos episodios suelen ser recurrentes, estamos investigando en el East Side de Manhattan si erupciones parecidas han tenido lugar en la confluencia de la calle 53 con la Tercera Avenida en los seis años y pico transcurridos desde que el 15 de diciembre de 2005 concurrieran allí Felipe González, Henry Kissinger y Baltasar Garzón junto con otros comensales.

Pronto tendremos más detalles, pero un primer informe revela que vecinos de la zona aseguran haber sido testigos de extraños desbordamientos de inmundicia procedentes del subsuelo del restaurante Solera, en el que los susodichos compartieron mesa y mantel. Uno de ellos asegura incluso haber percibido restos humanos entre los detritos y otro más sostiene haber oído quejidos y lamentos -«como si fuera el coro de una tragedia griega», recuerda- en los momentos de mayor actividad de la cloaca.

La investigación continúa pero para dar credibilidad a estos informes preliminares no hay que recurrir a los estantes de la literatura fantástica, sino que basta consultar la documentación relacionada con los sumarios instruidos por el propio Garzón en los que aparecen reiteradamente mencionados sus dos invitados estelares de aquella noche.

Es obvio que desde una perspectiva española, lo más noticioso ha sido el descubrimiento de que el juez que saltó a la fama persiguiendo los crímenes de los GAL convidara pasados los años a una opípara cena a aquel a quien caracterizó como el «señor X» que ocupaba la cima de su organigrama. Es decir, como el máximo responsable de una treintena de asesinatos, secuestros y actos de tortura que se cebaron por igual en integrantes de ETA y personas que pasaban por allí como el viajante de comercio Segundo Marey o el objetor de conciencia García-Goena.

Hay que recordar que Garzón no se limitó a describir aquella trama de terrorismo de Estado, en la que con todo el motivo implicó a los distintos cuerpos de seguridad y a los servicios secretos, de forma que nadie dejara de darse cuenta de que sólo González podía ser «la X» de los GAL, sino que llegó a remitir la correspondiente exposición razonada al Tribunal Supremo con todas las pruebas e indicios que le involucraban. Fue entonces cuando, a pesar de que al rotundo testimonio incriminatorio de Damborenea se unía la hoja de despacho del director del CESID con su famoso «Pte. Para el viernes», la Sala Segunda se inventó la estrafalaria doctrina de que imputar al jefe del Gobierno supondría «estigmatizarle» y sólo le citó como testigo en aquella vista oral en la que le aguardaba la cámara justiciera de Fernando Quintela.

Si de lo que no cabe ninguna duda es de que Garzón consideraba a González responsable directo de todos aquellos actos atroces que tanto sufrimiento causaron a sus víctimas y tanto oprobio volcaron sobre la Nación entera, ¿cómo es posible que fuera una de las primeras personas a las que decidiera agasajar en la cuchipanda de los Diálogos Transatlánticos apenas logró sacarle los cuartos, los medios y los enteros a su «querido Emilio»?

Quienes conocen la verdadera escala de valores de Garzón replican que si ha sido capaz de olvidarse de que previamente González le había «utilizado como a un muñeco» -esas fueron las palabras que empleó al dar su sonoro portazo cuando no le hizo ministro tras haber sido su número dos por Madrid-, cómo no iba a dejar de lado cosas de menor entidad. Sí, de acuerdo, cometió un megalomanicidio y una treintena de homicidios pero, oye, pelillos a la mar, que paga el Santander. «¿Te pongo más vino en la copa, Felipe?»

Si a González le llamaba Felipe, es de suponer que a Kissinger le llamaría «Henry». «Some more wine, Henry?». Y den por hecho que mucha más perplejidad de la que a los españoles con principios nos ha causado la presencia del ex presidente en la cena de Solera ha debido causarles la del ex secretario de Estado norteamericano a los ingenuos fans internacionales de Garzón. Especialmente a aquellos que le mitificaron a raíz de sus audaces golpes de mano jurisdiccionales en la causa contra Pinochet.

¿Quién aisló diplomáticamente a Salvador Allende, movió su silla sin pausa y conspiró hasta derrocarle para que Chile no se convirtiera en «otra Cuba»? Henry Kissinger. ¿Quién se vanaglorió ante Nixon de haber manejado los hilos de aquel golpe de Estado -«en tiempos de Eisenhower seríamos héroes»- en una conversación telefónica felizmente transcrita para la posteridad? Henry Kissinger. ¿Quién facilitó los asesinatos de Orlando Letellier y otros opositores al bloquear la advertencia a Pinochet de que sus planes criminales habían sido descubiertos? Henry Kissinger. ¿Quién es considerado al día de hoy por los familiares de los desaparecidos chilenos y en especial por la viuda del periodista Horman -protagonista de la oscarizada película Missing- como el cooperador necesario o al menos el responsable por omisión de todos aquellos asesinatos extrajudiciales en el estadio de Santiago y sus aledaños? Henry Kissinger.

Algo debía de sonarle todo esto a Garzón cuando, enterado de que el ex secretario de Estado iba a dar una conferencia en Londres, envió el 16 de abril de 2002 una comisión rogatoria al Reino Unido solicitando que se le tomara declaración sobre su papel en la llamada Operación Cóndor por la que varios dictadores latinoamericanos acordaron deshacerse por medios terroristas de sus enemigos políticos.

La oposición de la Fiscalía de la Audiencia Nacional contribuyó a que las autoridades británicas rechazaran su petición y también el chileno juez Guzmán -tan en sintonía con Garzón- se quedó más o menos por esas fechas compuesto y sin testigo, pese a que instó reiteradamente a Kissinger a que contestara un extenso cuestionario elaborado por la representación legal de Horman.

Los partidarios más fanáticos del juez estrellado seguro que alegarán que en el fondo ése era el propósito de la cena del restaurante Solera: Garzón trataba de conseguir con ayuda de unas botellas de Malleolus lo que no había logrado mediante sus citaciones y apremios. Es probable que al comienzo de la cena le dijera a Kissinger lo mismo que le había dicho al representante del Santander al que se llevó al huerto: «I don't have jurisdiction here, Henry». Si en el caso del bancario que reportó fielmente la frase a sus jefes era una manera de recordarle que a su regreso a Madrid seguiría siendo competente en el sumario que afectaba al Santander -de ahí que supiera que «nunca iban a negarle» el patrocinio-, en el caso de Kissinger bien podía ser una forma de soltarle la lengua. ¿O acaso no había utilizado ya antes Garzón conversaciones privadas como munición con la que cargar sumarios?

El problema de esta teoría es que en los seis años transcurridos desde aquella noche y a pesar de su dedicación intensiva a las desapariciones de las víctimas de las dictaduras, Garzón no ha dado ningún paso para reactivar sus iniciativas contra Kissinger. Vista su porfía por perseguir a los responsables de lo ocurrido hace 75 años en un país que, a instancias de la izquierda, aprobó una Ley de Amnistía, a nada que hubiera sacado algo de petróleo de las cloacas del Solera, bien podía haber movido ficha para hacer lo propio con los responsables de lo ocurrido hace 35 en un país sin ese impedimento.

Comprendo que la imagen del juez campeador escanciando botella tras botella en amor y compaña con Felipe y Henry haya provocado en sus groupies similar desconcierto al que hubiera causado a los más feroces jacobinos descubrir al presidente del Tribunal Revolucionario -página 841 de El Primer Naufragio- invitando a cenar al mismo general Miranda al que acababa de absolver. Pero a lo mejor deberían ir haciéndose a la idea -la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida- de que el roce de la instrucción sumarial ha terminado por hacer el cariño y Garzón admira ya a quienes han usado y abusado del poder como en el fondo hubiera deseado poder hacerlo él, no desde un simple juzgado, sino desde La Moncloa o el State Department. Si Pinochet no hubiera fallecido, tal vez le veríamos en la siguiente edición de los Diálogos Transatlánticos. «¿Un poco más de vino, Augusto?». Ya puestos, que más da un Correa que otro.

En el mismo 1973 en que Kissinger urdió el golpe contra Allende a través de Pinochet, Marco Ferreri estrenó La Grande Bouffe (La Gran Comilona), con magistral guión de mi paisano, el añorado Rafael Azcona. Se trata de una brutal disección de la condición humana a través de la historia de cuatro amigos, bautizados con los nombres reales de los actores que los encarnan, que se reúnen en esa decadente mansión para comer y comer y comer hasta el final. Si el hombre -Heidegger- es «un ser para la muerte» nada como alimentarnos nos hace avanzar más lustrosamente hacia ella. De hecho, la línea clave del guión llega cuando una de las prostitutas invitadas reprocha su glotonería a Marcello, Ugo, Michel y Philippe: «Sois grotescos y repulsivos. ¿Por qué coméis si no tenéis hambre?». Entonces el Azcona más cabrón pone en boca de uno de ellos el negativo de lo que con la misma dulzura decían nuestras madres: «Si no comes, no te morirás».

Philippe (Noiret) es juez en ejercicio y eso fascina a Andrea (Ferréol), la maestra que les cerrará los ojos uno a uno. «No conocía a ningún juez, qué bueno impartir justicia. ¿Nunca has enviado a nadie a la guillotina?». Philippe la mira con ternura y se baja a sí mismo de ese pedestal -«es diferente… Se trata de aplicar la ley»- antes de atracarse compensatoriamente de patés de oca, crepes y merengues letales para su diabetes.

Es imposible saber si lo que tuvo lugar aquella noche en el East Side fue o no una gran comilona porque la factura aportada a regañadientes por la Universidad de Nueva York para justificar el destino de parte de los 327.000 euros del cohecho impropio con que «querido Emilio» distinguió a Garzón no especifica ni cuáles fueron las viandas ni en qué cuantía pasaron a los platos. Sí aporta en cambio el elocuente dato de que 25 comensales dieron cuenta de 27 botellas de vino. Teniendo en cuenta que había dos escoltas de servicio que protegían a González de los riesgos de ser atracado en el metro de Nueva York y que entre los convocados habría tres o cuatro abstemios, es fácil calcular que la libación del excelente ribera de Emilio Moro rozó la botella y media por barba.

Los recuerdos de aquella noche van diluyéndose en la memoria del vecindario pero aún hay quien te cuenta que se vio salir en pleno invierno a tres señores entrados en carnes con los abrigos en la mano que iban cantando alegremente cosas como «Yo pisareee las calles nuevamenteee, de lo que fue Santiago ensangrentadaaa…» y «Santandeeer, eres la novia del maaar, que sus besos te daaa…». E incluso quien te asegura que en un momento dado el más joven y orondo le agarró de la corbata al más anciano: «A ved Henry, edplicalé a Felipe cómo hubieda hecho edto la CIA…»

Soy consciente de que aunque los invitados de Garzón hubieran sido Landrú y Jack el destripador, los pancarteros profesionales habrían reaccionado como el propio Philippe cuando comprueba que Andrea se acuesta con todos sus amigos: «No importa, me casaré con ella. Lo hace por bondad, no por vicio». Pero tal vez la feliz analogía entre la cena de Nueva York y la fábula de Azcona ayude a otros a entender que la gula es al apetito lo que el justicierismo es a la justicia y que no hay suicidio más garantizado que la del glotón que prisionero de su avidez insaciable engulle lo que se tercie hasta reventar.

El Mundo