De entrada, la legislación española de los conflictos colectivos se asienta sobre una base falsa: la consideración de los sindicatos no como un grupo que persigue una finalidad egoísta legítima que, como cualquier otra, debe ser contrarrestada por el juego de los demás intereses competitivos, sino como entidades cuyos fines últimos -el monopolio de la oferta y de la demanda de mano de obra- son moralmente superiores a los perseguidos por los demás.
Esta es la consecuencia normativa de la atmósfera estatista predominante a finales de los años 70 del siglo pasado, del miedo a la ruptura de la paz social en los primeros compases de la Democracia y de la santificación de las centrales en el altar de las víctimas del franquismo. Este pecado original es la causa de las prebendas concedidas.
El principio de igualdad ante la ley es el fundamento de un Estado de Derecho y es incompatible con una situación en la cual se exime a los huelguistas de toda responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos. Cuando esto sucede, el Gobierno abdica de la principal función que legitima su existencia: la prevención de la coacción y de la violencia. En España, los sindicatos gozan de una impunidad similar a la disfrutada por las instituciones y los servidores del Absolutismo, un estatus de privilegio negado a cualquier otro grupo o institución del Estado y de la sociedad civil. No hace falta ser un lince para saber que eso constituye una impugnación de los fundamentos de un orden social libre.
Sin duda, la posibilidad de iniciar un conflicto colectivo es un derecho consagrado por la Constitución de 1978. Ahora bien, su práctica no es incondicional y, en ningún caso, superior al derecho de los ciudadanos-trabajadores a negarse a participar en una huelga si no quieren. Esto significa que la legislación y quienes tienen que hacerla cumplir, el Gobierno y los jueces, están obligados a garantizar la libertad de los individuos a mantenerse en su puesto de trabajo en caso de conflicto colectivo y castigar a quienes mediante el recurso a la fuerza o la intimidación intenten imponerles una conducta contraria a sus preferencias. Este criterio implica asumir algo elemental, la libertad de los individuos o de la acción colectiva tiene un límite preciso, el respeto de la esfera de autonomía de los demás. Como es evidente, este axioma no es respetado por la Ley de Huelga patria.
Para más inri, los sindicatos tienen el poder de declarar una huelga sin consultar a aquellos cuyos intereses teóricamente defienden, es decir, a los trabajadores. Este comportamiento es antidemocrático y además conduce de manera inevitable a la violencia. La falta de protección legal a quienes no quieren sumarse al conflicto laboral concede una patente de corso en virtud de la cual las centrales utilizan todos los recursos a su disposición para asegurarse el éxito de su actuación; por ejemplo, los célebres piquetes informativos. En conclusión, una minoría impone a la mayoría su voluntad sin contar con su opinión, lo que resulta inadmisible desde un punto de vista democrático.
Por otra parte, la Ley de Huelga crea una asimetría de poder injustificable a favor de los sindicatos. Si los huelguistas se niegan a trabajar y rompen los términos contractuales pactados previa y libremente, los empresarios han de tener la capacidad de contratar a quienes estén dispuestos a desempeñar los puestos de trabajo abandonados. En ausencia de un mecanismo equilibrador de esa naturaleza, las compañías sólo tienen dos opciones: primera, ceder al chantaje sindical si están en condiciones de hacerlo; segunda, cerrar si los perjuicios económicos causados por la huelga son irreparables o las exigencias de los sindicatos les lleva a la quiebra.
Si la regulación de la huelga en España es irracional e injusta en términos generales, adquiere connotaciones surrealistas en el ámbito de las administraciones en sentido amplio. En este terreno, la cuestión esencial no es si se cumplen o no los servicios mínimos para evitar la paralización del país y los daños causados por este hecho, asunto en sí capital, sino el alucinante principio que subyace a la tesis legitimadora del derecho de huelga. Si sus defensores le consideran un instrumento esencial para compensar la explotación empresarial, es difícil aplicar ese argumento a las emprendidas por los empleados públicos, salvo que se considere que son expoliados por unos contribuyentes avariciosos que pagan menos impuestos de los debidos.
En este contexto, una legislación de conflictos colectivos moderna y garante de los derechos de todos es una pieza esencial para fortalecer el Estado de Derecho y para mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo. Desde esta perspectiva, la convocatoria de una huelga debería ser aprobada en votación secreta por la mayoría de los trabajadores afectados. Se debería proteger y asegurar el derecho al trabajo de las personas que no quieren sumarse a ella. Los comités de huelga tendrían que responder ante la jurisdicción civil, mercantil y penal de los daños causados durante el desarrollo del conflicto… Por interés general y por el suyo propio, el Gobierno debería someter los sindicatos al imperio de la ley.
Mercados, El Mundo