Hemos dicho tantas veces humano, con sentido humano, hemos reivindicado tanto lo humano, proclamado la dignidad del ser humano, que ya parece haberse escurrido entre tanta declaración su rostro. Sobre todo el de cada quien, el de cada cual, el de cada uno y cada una, singulares, irrepetibles, insustituibles. Hemos debatido tanto sobre el sentido y el alcance de lo que humanismo pudiera querer decir, escrito cartas sobre su necesidad o sus límites, o sobre lo inconveniente de tal o cual lectura, que casi produce algún pudor emplear ciertos términos.
Hemos abierto tal brecha entre las exaltaciones verbales y el verdadero cuidado, que apenas quedan palabras no manoseadas ya por la incoherencia o la insensibilidad. Hemos mostrado tal conmiseración, tal superioridad y condescendencia acerca de determinadas necesidades, que prácticamente resulta indispensable volver a aprender a decir al respecto. Con cordialidad, eso sí, decidida y, cabe subrayarlo, humana.
Pero nada ha de considerarse una excusa para dejar de dar sentido humano a nuestras acciones. Podemos, sin duda, cuestionarnos lo que eso quepa querer decir, si bien ya solo con plantearlo cobra el alcance de una tarea encaminada a lograr ciertas condiciones para que cuanto hagamos esté regido y orientado por una prioridad.
No deja de ser una cuestión lo que signifique reconocer al ser humano. Hacerlo, en todo caso, vincula la singularidad de cada quien, asimismo la nuestra, con una concreta universalidad. Propicia una noción de comunidad de diferencias capaces de vertebrarse sin anular su irreductible individualidad. Pero pronto proliferan las cuestiones sobre la identidad, o el sentido de esa individualidad, y no resultaría difícil alumbrar toda una serie de problemas, verdaderamente sugerentes y, quizá fecundos. No es, sin embargo, preciso efectuarlo siempre. Ahora, por ejemplo, sencillamente buscamos que tales e imprescindibles asuntos no nos distraigan de lo que deseamos subrayar: la necesidad de no distorsionar nuestra mirada para obnubilarla, la de ajustarla con convicción a fin de considerar más intensa y radicalmente a cada ser humano.
Ahora bien, no pocas peripecias y algunos discursos parecen empeñados en enturbiar nuestro ver o en establecer prioridades desatentas, que, caracterizadas si fuera preciso como superiores, lo son al precio de anular concretamente a quienes constituyen lo que habría de ser eso común.
Resulta inquietante la abstracción, uniformización y generalización de lo que llamamos hombre. Lo que ello incluye y lo que excluye. Parece utilizarse para borrar no solamente rasgos, sino la capacidad de acción y de pasión, que es tanto la de afectar como la de verse afectado. Y no ya porque, a decir de Nietzsche, “los conceptos son la necrópolis de las intuiciones”, o porque en alguna medida ninguna palabra es, como mero concepto, verdadera o falsa. Cuando se trata de silenciar, nada es a veces más eficaz que nombrarla. Con hacerlo, queda dicha y hecha la ocultación.
Se requiere, por tanto, otro modo de cercanía y de presencia. Y, tal vez, otro lenguaje. La proliferación de discursos sobre el hombre y la declaración de sus derechos, sin duda necesarias, más bien señalan a su vez las oquedades y los vacíos del quehacer, precisamente, de los seres humanos. Y no solo la pasividad o la inoperancia sino, a su vez, la efectiva acción en su contra. Todo ello es bien sabido y no pocas veces proclamado y subrayado. La cuestión es mediante qué procedimientos se preserva y entroniza la indiferencia y cómo no rendirse a su comodidad.
Y aquí no basta una firme voluntad y una decisión. Sin ellas no hay posibilidad, pero sólo con ellas no parece improbable ceder a numerosas seducciones del camino o entretenerse en otras encrucijadas, sin dejar por eso de ser entregado. La tarea, una vez más, es, a la par, la tarea del pensar, que incluye el análisis y la reflexión, aunque no se reduce a ellos. Y ahí también habita lo deformado, lo desgastado, lo infecundo, establecidos como lugares comunes, tópicos que desfiguran lo que tal vez cerca, invisible incluso por determinadas concepciones, precisa un modo diferente de irrupción: la llegada del otro, de la otra. Y ello no se produce tan evidentemente.
Amparados en toda una serie de consideraciones, urgidos por verdaderos desafíos, no por cotidianos menos determinantes, al parecer nos encontramos con dificultades para no quedar obnubilados por lo más inmediato, hasta el punto de procurar alguna ceguera. Únicamente la adecuada distancia, la que no es un mero asunto de enfoque, podría ofrecernos la no siempre esperada venida del otro. En este sentido, los desplazamientos, los espacios públicos, las convocatorias, las relaciones no son siempre ocasión para el encuentro. Ni siquiera para el que exigiría lograr que alguien venga a ser visible.
Habitamos espacios para la invisibilidad, donde el escenario es ante todo aderezo, donde la imagen y la acción dificultan demorarse, detenerse, fijarse. No es cosa de propiciar forma alguna de pasividad, de limitarse a una contemplación más o menos emotiva, de quedar paralizados ante los demás. Al contrario, se trata de una reactivación.
Tal vez solo la experiencia de la pertenencia mutua a una suerte común, la de sentirse vinculado a una tarea y a un destino compartidos otorga la justa correspondencia, la de saberse en algo con los demás. Y no simplemente por estar concernido por las mismas incertidumbres y avatares, sino porque brota de la consideración de lo singular que no se deja reducir a una tipificación, a una caracterización. Comprender que él, que ella, tiene asimismo sueños y deseos, más aún que es proyecto y proyección, que su vida concreta ni siquiera se agota en lo que le ocurre, que sus desalientos o decepciones no siempre son fácilmente descriptibles, que su espacio no se limita a su localización es tanto como aprender a ver lo que quizás es también en nosotros lo que podríamos llegar a ser. Y, entonces, ese ser humano, que tal vez nos mira al ser mirado, no es simplemente un miembro de la humanidad. Nos concierne y nos interpela. También a asumir hasta qué punto somos asimismo otros para el otro.
(El salto del ángel, El País)