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La brecha de clase: el debate oculto (Ricardo Romero y Arantxa Tirado)

Autores del libro 'Clase obrera: crónica de una desaparición forzada'

'CTXT' y Espacio Público nos invitan a debatir sobre la brecha existente entre la vieja y la nueva intelectualidad, la que ha hegemonizado la vida cultural y mediática durante las cuatro últimas décadas, frente a la que pugna por hacerse un hueco desde las redes sociales pero carece de la legitimidad y el prestigio que otorga el sistema a quienes llevan años siendo los fieles guardianes de las esencias de la Transición.

Se presenta el debate como una brecha generacional pero hay un tema transversal que compete a ambas generaciones y que nadie quiere poner sobre la mesa: la brecha de clase entre estas intelectualidades y la mayoría de la población del Estado, conformada en gran medida por la clase obrera o trabajadora.

Cuando se habla de intelectuales y personas culturalmente influyentes en los medios, nadie piensa en dónde está la clase obrera pues no se espera encontrarla en esos ámbitos, reservados desde antaño a los cachorros de las élites ilustradas. A lo sumo, se asocia al conjunto de la clase obrera con personajes como Belén Esteban, la “princesa de barrio”, espejo en el que las clases populares se mirarían para encontrar un referente del sueño de fama y riqueza casi imposible. También en los macarras de gimnasio extraídos de Gandía Shore o en personajes de ficción como “el Nen de Castefa”. Pero, ¿qué otros referentes visibles tiene la clase trabajadora cuando mira los programas de televisión, lee la prensa o busca en la cultura una voz con la que sentirse identificada? Salvando muy honrosas excepciones, como Juan Marsé, Javier Pérez Andújar, Estopa, Ska-p, Jarfaiter, o Benito Zambrano, clase obrera y telebasura son casi un binomio indisoluble. Periodistas, tertulianos y todólogos de toda índole y ralea, reúnen una característica en común: en su totalidad proceden de la alta burguesía o, en el mejor de los casos, de una pequeña burguesía (lo que se conoce vulgarmente como “clase media”), a veces progresista pero acomodada y bien situada. Por eso tienen una visión distorsionada de la clase obrera.
No deja de resultar curioso que fuera Jordi Évole quien pusiera sobre la mesa la cuestión de la clase obrera en horario de máxima audiencia: procede de Cornellà, una popular ciudad de la periferia obrera barcelonesa. Pareciera que vuelve a cumplirse la máxima que nos recuerda que “sólo el pueblo salva al pueblo”.

Por no estar, la clase obrera ni siquiera está en el vocabulario de los intelectuales. Pero tampoco en el de los académicos, los artistas o los propios líderes de la izquierda, mucho más cómodos con conceptos supuestamente más transversales como “ciudadanía” o “clases medias”. De hecho a nadie parece sorprenderle que los partidos de izquierdas (o del cambio) apelen con mayor asiduidad a la pequeña empresa que a los trabajadores y trabajadoras. Ser trabajador no es nada cool. La transversalidad puede y debe funcionar a corto plazo como gasolina de la maquinaria electoral, pero a la larga -y si no se han echado profundas raíces- se convierte en un escollo del que es difícil zafarse. Basta recordar el caso de Jiménez Villarejo. Un perfil neutro puede apaciguar momentáneamente las plumas y gargantas estridentes del enemigo, pero cuando el régimen te corre por las venas (como es el caso del famoso jurista) y al final esa neutralidad de neutral tiene muy poco y pretende venderte a las primeras de cambio, el enemigo dispara con mayor furia si cabe. Cabría empezar a plantearse que el enemigo va a disparar con toda la artillería aunque lleváramos en las listas al mismísimo Jesús de Nazaret. A este respecto no deja de resultar curioso el caso de Alberto Garzón: era el yerno ideal, el economista sensato, el político mejor valorado… y de la noche a la mañana y tras un par de encuestas que situaron la confluencia de izquierdas dos puntos por encima del PSOE, se convirtió en un temible comunista a quién odiar y temer. Pero sigamos.

La desaparición forzada de la clase obrera del debate cultural, académico y político no es casual. Tampoco puede entenderse sin la ola neoliberal en la que nos encontramos sumidos a escala planetaria desde la década de los setenta y, en el caso concreto del Estado español, desde la llegada de la mal llamada “Transición democrática”. Ésta fue un punto y aparte (¿o deberíamos decir punto y seguido?) de la dictadura que pudo darse precisamente por la lucha y el sacrificio de los trabajadores y campesinos republicanos que sobrevivieron al exilio y a la represión del franquismo. Cierto que también hubo contestatarios hijos de la pequeña y la alta burguesía que apoyaron estas luchas obreras contra la dictadura desde las aulas universitarias e incluso trataron de acercarse al obrerismo. Pero, al llegar la democracia, no tuvieron el valor de pedirles cuentas a sus papás de los crímenes que éstos habían cometido o solapado. De hecho, muchos de esos periodistas y todólogos que hoy monopolizan el debate público y alertaron sin descanso sobre Venezuela y de la peligrosa confluencia entre Podemos y el Partido Comunista, presumen de haber corrido “delante de los grises”.

La clase obrera también tuvo su parte de culpa, ahí están Los Pactos de la Moncloa, la directriz de guardar silencio cuando todavía estaban calientes los cuerpos de los abogados de Atocha o el servicio de orden del Partido Comunista incautando banderas republicanas en los actos, manifestaciones y mítines. Después de 40 años de abusos y terror, había que seguir portándose bien y estar calladito. Nos dijo Pepe Sacristán (entrevistado por Jordi Évole) que había que tener los cojones de estar allí y que es muy fácil, ahora a posteriori, criticar el proceso. A nosotras nos bastaría con que aparcaran sus masculinidades a un lado, fueran un poquito más humildes y reconocieran que se hizo lo que se pudo, pero que en ningún caso nos pretendan vender aquello como la panacea porque es insultar a nuestra inteligencia.

La Cultura de la Transición propició la conversión, hecha de la noche a la mañana, que transformó a la mayoría de españoles en demócratas de toda la vida aunque hubieran tenido cargos de renombre en la dictadura. España, como afirma sin descanso el profesor Monedero, es el único país del mundo en el que se puede ser demócrata sin ser antifascista. Muchos sencillamente eran «hijos de»: basta con echar un vistazo a los progenitores de muchos de los ministros «socialistas» de este país. Se propició lo que, a decir de Fernández Buey, un “transformismo de los intelectuales”, que no puede separarse del acomodamiento de muchos de ellos a los cargos públicos ofrecidos por el PSOE y a la hegemonía de “El País” como aparato de difusión, desde una supuesta izquierda, de una visión del mundo social-liberal, cuando no neoliberal. Y de esos polvos en forma de “revolución pasiva” o “revolución cultural” (o Movida madrileña) vinieron estos lodos.

Con el llegar de la tan ansiada democracia, la infrarrepresentación de los hijos de la clase obrera en el ámbito universitario, donde se forja la posibilidad de desarrollar una carrera intelectual en tiempos donde no existe el mecenazgo cultural, ha seguido siendo una realidad mayoritaria. Algunos hablaron de Universidad de masas pero lo cierto es que las masas como tal nunca llegaron a las facultades, como mucho un porcentaje –y bien bajo- de ellas. El filtro, como muchos estudiosos (Levitas, Bowles y Gintis, Bernstein, Bourdieu) han demostrado hasta la saciedad, proviene de un sistema educativo que está organizado para identificar, seleccionar y dividir al alumnado en función de sus capacidades, esto es, detectando quiénes provienen de una familia con mayor capital cultural, a decir de Bourdieu, que finalmente serán los que se adapten mejor a un sistema educativo diseñado bajo parámetros y valores distintos a los que comparte la clase obrera. (Y eso que el bueno de Bourdieu no conoció la escuela concertada española, la misma que recibe fondos públicos para rechazar a inmigrantes o segregar por sexos).

La clase obrera, en términos generales, desarrolla actitudes de recelo hacia la educación formal y el sistema universitario, el cual acaba siendo un reflejo de la división del trabajo existente en la sociedad como apuntó desde los años setenta Manuel Sacristán. Antaño los hijos de la clase obrera eran enviados a la fábrica o al taller, ahora por descarte acaban de reponedores de supermercado o sirviendo mesas para turistas ricos del Norte de Europa. Con la crisis esta realidad se ha hecho todavía más descarnadamente visible y el debate de la precariedad en los centros de trabajo ha saltado a la palestra pública, no porque los hijos de la clase obrera lo sufrieran desde tiempos inmemoriales sino cuando, por culpa de esta crisis originada en 2008 tras la burbuja inmobiliaria, los hijos de las clases acomodadas se han visto abocados a este tipo de trabajos. “Tengo dos carreras y sirvo mesas en Londres” (y los clientes me tratan como basura), es un máxima que hemos escuchado hasta la saciedad en los últimos tiempos. El sesgo clasista resulta, a nuestro juicio, más que evidente. La clase obrera siempre emigró, siempre se desplazó en busca de trabajo, forma parte de su idiosincrasia como clase social, fueran migraciones internas de Andalucía y Extremadura a Madrid o Barcelona, o fueran migraciones al extranjero, a Alemania, Suiza o Francia en los años sesenta. Que esa clase media se vea forzada a emigrar es una disonancia social, tanto es así que no serán “emigrantes” sino “exiliados”: siempre supieron distanciarse de la “chusma”.

Por tanto, vemos que la ausencia de una intelectualidad proveniente de extracción popular se fragua desde la cuna y se consolida en el ámbito universitario, lugar de reproducción del privilegio y la hegemonía social. Los mecanismos de exclusión se hacen de manera más sutil que en otros momentos históricos, por lo cual muchos ni siquiera son capaces de verlos aunque tengan el techo de cristal en el cogote, pero siguen siendo muy efectivos y a los resultados nos remitimos. Pensemos que incluso en los casos en que los hijos de la clase obrera han tenido oportunidad de llegar a cursar estudios universitarios, éstos no les han servido necesariamente para escalar en la pirámide social. La clase social se hereda como denunciaba Cáritas en un informe reciente.

Y es evidente que sea así en un sistema competitivo donde prima la individualidad y el tener menos escrúpulos que el vecino para poder medrar y trepar. Los valores de solidaridad, cooperación y altruismo propios de los trabajadores, no encajan. Además, los trabajadores carecen de los contactos, los enchufes en ámbitos de poder y, sobre todo, de una visión empresarial de la vida donde hasta los matrimonios se hacen por interés.

Luego tenemos la relación entre clase obrera y medios de comunicación, cuya representación podría resumirse en circo del malo y salsa rosa a borbotones. Como no todos los jóvenes de nuestro país han podido acceder a una educación universitaria, nos encontramos también con una mayoría de juventud obrera empujada al desempleo o, con suerte, a trabajos precarios de por vida. Esta necesidad de tener que trabajar dificulta sobremanera la dedicación al estudio, la lectura y quita tiempo de ocio necesario para poder cultivar la sensibilidad artística visitando museos, teatros, cines, conciertos, etc. Al menos, el tipo de ocio que la burguesía considera como “refinado” y signo de “distinción”. La clase obrera tiene sus propios referentes culturales, a veces contraculturales, aunque estos no estén avalados ni por los medios ni por la industria cultural ni por los que se creen clase media y tratan despectivamente a estos jóvenes trabajadores con gustos “no refinados” de canis, chonis y demás especímenes que son objeto de la mofa y escarnio mediático en programas de telebasura.

En definitiva, la clase obrera ni está ni se le espera en el debate intelectual porque, sencillamente, se le ha impedido a lo largo de la Historia poder traspasar la línea en la que debía moverse. Hoy esos límites están en el barrio, la fábrica, el call-center, la tienda de ropa, los hoteles donde limpia y hace camas a destajo o como entretenimiento para el resto de televidentes en los programas de telebasura. O actuando en el Sonar vía PVVR GVNG para que periodistas de clase media que toman café en Starbucks hagan crónicas paternalistas del tipo: ¡mira, un pobre! Quien quiera salir de esos límites deberá hacer un esfuerzo titánico para hacer oír su voz, máxime cuando no encaje en el prototipo folklórico, distorsionado y humillante que los medios y cierta intelectualidad han fabricado sobre lo que es ser clase obrera. Baste recordar el revuelo que causó la presencia de un hijo de la clase obrera en el congreso, hablamos del diputado por Podemos Alberto Rodríguez. Más allá de si tenía piojos o no, como se encargó de recordarnos la inefable Celia Villalobos, las plumas de los todólogos ardían de odio de clase principalmente porque carecía de un título universitario y era un obrero procedente de la FP. En realidad una forma poco sutil de recordarnos que su sitio está en la fábrica, no en el Congreso de los Diputados.

Este país no necesita solamente acabar con la brecha existente entre la “Cultura de la Transición”, en términos culturales o políticos, y las jóvenes generaciones que piden su espacio. Necesita sobre todo superar la brecha de clase que sigue relegando a la mayoría de sus habitantes a una condición de espectadores y consumidores pasivos de un debate que se hace de espaldas a sus intereses como clase desposeída de prácticamente todo, hasta de la voz y la propia representatividad política. La clase obrera necesita ser su propia representante y tener referentes intelectuales, políticos, culturales y mediáticos que provengan de sus filas y hablen su lenguaje, sin necesidad de que para ser escuchados deban tener títulos académicos. Sólo así se podrá avanzar hacia una sociedad más habitable en dónde también se refleje la realidad de los barrios y los lugares de trabajo. En caso contrario, permaneceremos anclados en una sociedad elitista donde la intelectualidad –por muy de izquierdas que se considere- y el mundo mediático seguirán viviendo en una burbuja almidonada que nada tiene que ver con la realidad de las mayorías. Ya lo dijo un sabio alemán: las condiciones materiales de vida, determinan la conciencia.

Para despedirnos y terminar, nos gustaría recordar el apoyo masivo que recibió el conflicto minero, los ocho de Airbus o la lucha de los vecinos de Gamonal. Cuidado que ser trabajador puede también ser cool y transversal. De hecho, y sin atisbo de duda, nos cuesta encontrar un colectivo o sujeto histórico más variopinto, transversal, multirracial y con mayor carnaval de identidades que la clase trabajadora.

(Espacio Público)