Más de 11.000 entradas y 1.050.000 visitantes desde el 9 de octubre de 2011

El escritor sin lectores (Juancho Armas Marcelo)

Como los músicos del Titanic la noche del desastre, los escritores, en su inmensa mayoría, seguimos escribiendo a sabiendas de que tenemos pocos lectores, cuando los tenemos. Umbral, en su momento, escribió sobre Francisco Ayala que era un “escritor sin lectores”. Eso nos pasa a casi todos y no por eso perdemos el vicio de escribir, ni siquiera en la edad en la que los mecanismos de la memoria comienzan a fallar y las cosas desaparecen porque desaparecen sus nombres. Ayala nunca perdió la lucidez ni la memoria. Todavía lo recuerdo con 100 años (felicitaciones ahora para Zúñiga, que está cumpliendo los suyos) entrando en la Fundación Ortega y Gasset, en el centro de Madrid, ayudado a bajar del coche en el que llegaba por algunos amigos. Apenas se tenía en pie, pero la cabeza funcionaba como la de un hombre cultísimo de cincuenta años. Hablaron sobre Galdós Vargas Llosa, Jorge Edwards y Ayala. El Gran Viejo estuvo muy por encima del Nobel y del novelista chileno.

Decía Umbral que no tenía lectores. Bueno, yo soy uno de ellos, aunque sea yo solo. Leí los libros de Ayala como un poseso en plena juventud literaria, por consejo de Eugenio Padorno durante una tenida de tragos en un barcito situado junto a la imprenta Lezcano, donde cuidábamos las ediciones de Inventarios Provisionales.

Año 1970, más o menos: ahí empecé a leer los libros de cuentos de Ayala, desde El fondo del vaso hasta Cuentos de macacos. Leí sus libros de memorias y sus cosas fantásticas sobre cine y, algunos años más tarde, tal vez dos o tres, lo conocí personalmente en la trastienda de la librería Turner, de la mano de José Esteban, propietario entonces de la librería y de la editorial del mismo nombre, de la que fue fundador. Recuerdo bien que, de ahí en adelante, cada vez que yo venía a Madrid, nos veíamos José Esteban y yo con Ayala y nos invitábamos a un cocido en el restaurante Nuevo Anselmo, frente por frente de Las Salesas. Luego lo volví a ver en Nueva York, en la librería Las Américas, de Pedro Yanes y Germán Sánchez Ruipérez, gran espacio y gran edificio, lleno de libros, que marcó un momento histórico de la literatura en lengua española en Nueva York.
Año 1980, más o menos: ahí delante estaba Francisco Ayala. Un par de horas de charla con él era aprender un montón de cosas pendientes que parecían destinadas a ser enseñadas alguna vez solo por Francisco Ayala. Y no tenía lectores. Bueno, tenía alumnos. Y alumnas. Le seguían como se sigue a un maestro, que es lo que era Ayala y lo que hoy sigue siendo para quien lee sus libros.

Leí Los usurpadores en los principios de los años 90 y me di cuenta de que esa novela era una metáfora de la política de todos los tiempos, en cualquier lugar del mundo, una simbología intemporal del vicio del ser humano por el poder y las costumbres de disfrazarse de héroe del pueblo para someterlo todo el tiempo que se pueda. Lo escribí en una columna y, un domingo por la mañana, Francisco Ayala me llamó para agradecerme la forma en la que había leído y escrito sobre su novela. Siempre lo llamé Don Paco y de tú, y así fue hasta el final. En sus últimos años, cuando ya declinaba físicamente pero todavía se podía mover solo, comíamos todos los meses Carolyn Richmond, Fernando Rodríguez Lafuente y yo con Ayala en Arce, un restaurante de moda en la calle Augusto Figueroa, la calle que recibía el nombre del periodista que le inventó el pseudónimo de Colombine a Carmen de Burgos.

¡Lo que aprendíamos en esas dos horas de tenida! No tendría lectores, pero tenía gente que lo seguía consciente de lo que era: uno de los pocos sabios que nos quedaban en España.

En una de esas comidas, Lafuente le contó que estaba haciendo un número de la Revista de Occidente, que el propio Ayala había dirigido desde Puerto Rico durante años, sobre sus 100 años de vida, literatura y cultura. Ayala se puso muy serio y dijo: “¡Sí, sí, pero que se enteren en Estocolmo!”. Estocolmo: la querencia del Nobel que los escritores acarician durante años sin que, en la inmensa mayoría de los casos, llegue a su puerta el galardón. “¡Que se enteren en Estocolmo, que se enteren en Estocolmo!”.

En otro almuerzo inolvidable, en el mismo restaurante, el maître y propietario del local, un castizo que buscaba su lugar en el mundo gastronómico de lujo, se acercó a la mesa mientras hablábamos. Ayala, que tenía la palabra, guardó de repente silencio al ver de pie y a su lado al maître que, entonces, se dirigió a Don Paco y le dijo: “¿Qué, cómo está todo, Don Francisco?”. Ayala lo miró un instante y luego le contestó: “Todo muy bien, pero un poco escasos de vino…”. Y no, no creo que, en el caso de que no tuviera lectores, le importara mucho esa escasa cantidad de seguidores. Por lo menos le importaba menos que estar comiendo escaso de vino…

(A la intemperie, El Cultural)