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Radovan Karadzic. Poesía para un genocidio

Cabaret Voltaire

¿Qué es la poesía para un juez? ¿Y para un periodista?

Una primavera, en las alturas esquiables de Sarajevo, me crucé con un poeta. Como era muy escurridizo, lo pillé al vuelo. Improvisé algunas preguntas y sus respuestas fueron irreales, casi oníricas, teniendo en cuenta que en ese momento, desde esas mismas elevaciones, él y los suyos asediaban Sarajevo... “Los serbios ayudaremos a los musulmanes a construir un Estado –me dijo– en el que puedan vivir cómodamente (...). Personalmente no quiero ser el ganador de esta guerra”.

Hace diez días, el mecanismo que cierra los casos del extinto Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia condenó a aquel poeta a cadena perpetua por genocidio y crímenes de guerra y contra la humanidad en Srebrenica y Sarajevo. Una condena revisada y elevada: la primera, en el 2016, fue de 40 años.

Sabía que Radovan Karadzic era poeta, pero ese mayo de 1993 lo entrevisté como comandante supremo del ejército y presidente del consejo de seguridad nacional de la República Srpska.
¿Le habría sacado más información entrevistándolo como poeta?

“Y tirar una granada de mano por la mañana / cargado con la risa / de un hombre solitario / con un carácter oscuro” (de su poema Una granada de mano por la mañana).

La justicia ha condenado penalmente a Karadzic. No a su poesía.

Empezó a escribir versos negros, premonitorios, mucho antes de la desintegración: entre 1974 y 1975 hizo cursos de poesía en la Universidad de Columbia, en Nueva York. La guerra intensificó su producción lírica –recitó poemas a las tropas en el frente– y después, ya fugado de la justicia internacional, siguió escribiendo y publicando.

Un poeta no es responsable de la voz de su poema, pero ¿qué hacemos cuando entre el arte y la vida hay una visceral similitud?, ¿qué hacemos cuando el propio creador –Karadzic– reconoce que “muchos” de sus poemas tienen “algo de predicción, lo que a veces me asusta”.

Lo admitió riendo, muy al inicio de la guerra, en un mítico encuentro con el poeta ruso Eduard Limónov también en las alturas de Sarajevo, recitando versos y disparando contra la ciudad.

“El pueblo arde como un pedazo de incienso / en el humo retumba nuestra conciencia / trajes vacíos se deslizan por la ciudad / roja es la piedra que muere, convertida en casa ¡La peste!” (del poema Sarajevo).

¿Cuántos poemas se quemaron en el bombardeo de la biblioteca nacional de Sarajevo?

La mañana de ese ataque, en agosto de 1992, me acerqué a las llamas. Desconocía que ese edificio –del que salió el heredero del imperio austrohúngaro antes de ser asesinado y detonar la Primera Guerra Mundial– era una biblioteca y archivo histórico. Al llegar a la escena, vi miles de pedacitos de papel carbonizado flotando en el cielo. Mientras descendían, antes de que tocasen el suelo y se desintegraran, intentaba verlos a través del sol para descifrar la escritura en tinta, que carboniza diferente: eran texturas otomanas y austrohúngaras.

Era el drama perfecto: el vicepresidente de Karadzic, Nikola Koljevic, que distintas fuentes señalan como el ideólogo del ataque que destruyó la biblioteca, era uno de los grandes expertos yugoslavos en la obra de William Shakespeare.

¿Cuántos libros de Shakespeare abrasó ese bombardeo?

“Adiós, asesinos, parece que a partir de ahora / las aortas de los gentiles brotarán sin mí / la última oportunidad de mancharme de sangre / la dejé pasar” (del poema Adiós, asesinos).

¿Debería el Tribunal Penal Internacional admitir una poesía como prueba de cargo criminal?

El artículo 93 de las Reglas de Procedimiento y Evidencia del tribunal admite como prueba “cualquier patrón de conducta que sea relevante para violaciones graves del derecho internacional”. ¿Es la pulsión poética un patrón de conducta menos relevante que un discurso radiofónico o un artículo publicado en prensa, que el tribunal sí ha admitido como pruebas? ¿Ayuda un poema a demostrar la voluntad –mens rea, mente culpable– de genocidio? ¿Tiene la palabra estética menos intención y penetración que la palabra política? ¿Su belleza la exime de culpa?

Admitir los poemas de Karadizc como pruebas –algunos juristas de prestigio lo defienden–, ¿no serviría de advertencia para poetas con tendencia genocida en guerras aún por escribir?

La poesía ya había flotado por los banquillos de La Haya. Slobodan Milosevic utilizó un poema épico para defenderse, La corona de la montaña. Lo escribió en 1846 un príncipe de Montenegro que cantó el degollamiento de los eslavos convertidos al islam.

“Oigo los pasos de la devastación / la ciudad arde como el olíbano en la iglesia / en el humo veo nuestra conciencia / entre grupos armados, árboles armados / todo lo que veo está armado / todo es tropa, combate y guerra” (del poema Sarajevo).

¿Debería ser penalmente condenable un poema?

Es un bucle que sólo desaparecerá con el fin del mundo. Nikola Koljevic se suicidó cinco años después de inspirar el bombardeo de la biblioteca nacional. Los tipos de plomo que imprimieron el poema La corona de la montaña acabaron fundidos para fabricar balas contra los turcos. “El verdadero poeta será aquel que les pegue un tiro”, decían en Sarajevo de la comunión lírica (el vídeo está en ­YouTube) entre Karadzic y Limónov.

Por mi parte, sólo constatar que en la entrevista al presidente de los serbios de Bosnia, entre telesillas ya sin nieve, me equivoqué de género periodístico y perdí un tremendo scoop.

Faltaban 781 días para lo que iba a suceder en Srebrenica. Más de ocho mil ejecutados. La mayor masacre en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Y, en busca de la noticia pura, me debería haber acercado a él, estrechar su mano, encender la grabadora... “Señor Karadzic, no tengo ninguna pregunta. Sólo una petición. ¿Sería tan amable de componer un poema en exclusiva para los suscriptores de La Vanguardia?”.

“Su mundo dio un vuelco / y a través de su memoria como un panal / una bala / una esbelta bala, majestuosa bala”.

(Plàcid Garcia-Planas, La Vanguardia)